EL MONÓLOGO Nº031
Cómo nos ha cambiado la vida

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José Moreno García *                                                   

 

Hay que ver cómo nos ha cambiado la vida durante este tiempo de pandemia. Salimos a la calle con mascarillas, entramos en los comercios y bancos con la cara tapada y nadie te dice nada, la tenemos puesta durante la jornada laboral y cada día nos acostumbramos un poco más a esta prenda que ha entrado en nuestra vida a golpe de obligatoriedad y de decretos. Salimos de casa y al llegar a la puerta nos acordamos de que no la llevamos y hemos de volver a recogerla porque no se concibe ir por la calle sin tenerla puesta y por el miedo a las sanciones. Se nos ha instalado la turbación en varias fases de nuestro ámbito vital y nos condiciona hasta en la manera de comportarnos. Todos los días apelan a nuestra responsabilidad para evitar los contagios. Las relaciones con los demás han pasado casi a ser virtuales por aquello de que lo presencial es peligroso y que además da pie a que el virus viaje de unos a otros con total impunidad y encima seamos los responsables en el aumento de casos.

 

Cada día nos indican que hay que evitar estar en lugares muy frecuentados, que tenemos que huir de aglomeraciones, que hay que utilizar la mascarilla, independientemente de si se puede o no guardar la distancia social. También nos recomiendan hacer todo al aire libre y procurar no estar en lugares poco ventilados, pero sobre todo a realizar una estricta y constante higiene de las manos. Y eso nos ha convertido en una obsesos del lavado de manos. Ni Pilatos que viviera en esta época nos gana a las veces que nos las restregamos con la solución hidroalcohólica que ya cargamos como si fuera un objeto más de nuestro devenir diario. Nos repiten, los que dicen saber, que, respetando esas tres reglas, se evitarían muchísimos contagios. ¿Y entonces qué está pasando?, porque estas reglas las está respetando todo el mundo.

 

Pues que nadie sabe ni el qué, ni el cómo ni el cuándo. Por ejemplo, si al llegar a un sitio nos lavamos las manos con el líquido marcado, ¿qué nos impide estrechar la de la persona con la que nos encontramos? ¿por qué chocamos los codos o nos golpearnos el pecho? Yo creo que, por moda, que nos están entreteniendo, que es la manera en la que estamos borrando de nuestra mente que hasta hace poco se cerraban tratos con un apretón de manos. Ya no. La pandemia nos está cambiando esa manera de saludo, de mostrar firmeza o de cerrar un trato. Esto nos lleva a no saber qué cara pone el interlocutor que tenemos enfrente porque la mascarilla le tapa las facciones. Puede estar haciendo burlas o escuchar con seriedad lo que está diciendo quien tiene enfrente. Ya nadie es capaz de calibrar las emociones mirando al otro o la otra.

 

Nos están cambiando la vida poco a poco. Lo hacen todos los días y les dejamos hacer en función de obtener los mejores resultados posibles en la lucha contra el coronavirus dichoso, del que ya hemos dejado de hablar si es un producto de laboratorio que alguien diseñó o es fruto de la evolución en los productos que hoy consumimos y que a su vez también se fabricaron con técnicas novedosas. Lo cierto es que en estos momentos estamos pensando en cómo celebrar unas Navidades sin los seres queridos, en un número que no supere lo establecido por las autoridades competentes y con unas condiciones estipuladas en decretos y reglamentos al uso. Nada de compartir, y a los que vengan de fuera mejor les hacemos cambiar de idea, o los encerramos en un cuarto en aras de una cuarentena que a pesar de su nombre no lleva más de diez días.

 

Y menos aún si hay mayores de por medio a los que hasta ahora era una alegría ver y compartir la cena y con los que, con tal de que no corran riesgos, es mejor ver por una pantalla, saludar tras un cristal o hablar tras una mampara de metacrilato. Son las nuevas normas que hay que cumplir para que todo el mundo esté tranquilo. Las autoridades para sacar pecho por lo bien que lo están haciendo, los sanitarios, porque no se aumenta la presión de su trabajo y nuestra conciencia porque nadie nos puede señalar como incumplidores o difundidores del virus. Pero han logrado que nos separemos, que la cena de Navidad no sea la del reencuentro, que salir a la calle sea una aventura propia de intrépidos rastreadores y que nos vayamos aislando en pro de una protección total y de no aumentar un listado de infectados que se debaten entre un resfriado o la estancia en una UVI en la que no hay respiradores para todos.

 

Desde marzo vivimos en un sinvivir en el que todo está más caro y ganamos menos, pero de eso no hablamos, sino de la cantidad de incautos que dan positivos. Hemos pasado de salir todos los días a aplaudir a las siete de la tarde al trabajo de los sanitarios a que hoy nadie te atienda en un centro de salud sino por teléfono. Hoy le explicamos que nos duele aquí y el punto exacto se lo tiene que imaginar el profesional que te atiende al otro lado del teléfono porque para él es mucho riesgo ver a sus pacientes. Cada vez aumentan más las listas de espera, los enfermos que son tratados de forma telemática y los que mueren por unas patologías que nunca fueron diagnosticadas en plenitud. Enfermedades como cataratas, varices, reuma, dermatitis, sinusitis o tantas otras que no son graves ni urgentes para los que no las sufren se han convertido en las grandes olvidadas o peor atendidas de un catálogo largo de padecimientos que hoy no son prioritarios para ningún especialista.

 

Pero tenemos que seguir adelante. Comprendemos todo y hacemos lo políticamente correcto. Nos tenemos que portar bien para que la enfermedad no campee a sus anchas y tenemos que seguir los designios de los que mandan. Los mismos que comenzaron definiendo esto como “una gripecilla”, los que nos dijeron que no hacía falta llevar la mascarilla todo el día, los que salían a la palestra diciendo que nadie se iba a quedar atrás, los que explicaron que habría dinero para aguantar lo que se nos venía encima, los que nos pidieron mil y uno sacrificios sin que ellos conociera siquiera el significado de la palabra.

 

Hemos hecho de todo esto nuestra manera de vivir. Le hacemos caso solo a las noticias tremendistas y cuanto más apocalíptica sea la predicción más la difundimos y más caso le hacemos. Si alguien viene y nos dice que no hay tantos contagios creemos que nos está mintiendo, pero si a los cinco minutos llega alguien para contarnos lo mal que estamos, que están a punto de confinarnos y que ya no hay camas para acoger los enfermos lo creemos a pies juntillas, difundimos el mensaje por todos los canales posibles y añadimos algo más de dramatismo al espantoso relato que nos sirve de apoyo.

 

No sé si me comprenden. No soy un negacionista, nada más lejos de la realidad. Creo que hay que cuidarse y cuidar a los demás, que hay que usar la mascarilla siempre, que no podemos ser muchos en cada reunión y que hay que ser más limpios, sobre todo en las manos. Pero una cosa es esa y otra pensar que el coronavirus que provoca la COVID-19 es un crápula nocturno que solo sale de noche o que únicamente actúa cuando se trata de relacionarnos con los demás. Es más que eso, mucho más, pero algunos lo esgrimen para cambiar las relaciones y la forma de ser de la ciudadanía.

 

Con todo esto, ¿este año vendrá El Almendro a casa por Navidad? ¿Habrá quebrado la empresa con todo lo que está pasando? ¿sus empleados estarán en un ERTE? ¿y qué ha pasado con el turrón El Lobo? ¿Existe con ese nombre? ¿habrá gente para comprar el turrón 1880 que según decía su slogan es el más caro del mundo? En fin, lo que les digo, cómo nos ha cambiado la vida en este 2020.

 

* José MORENO GARCÍA

Periodista.

Analista de la actualidad.

 

La Laguna (Tenerife), 7 de noviembre de 2020.

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