EL MONÓLOGO Nº049
Año I post pandemia
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Pepe Moreno *
Hace un año que estamos en esta situación. Doce meses en los que nos ha cambiado la vida de una manera que nunca previmos y en los que hemos aprendido a comportarnos con toques de queda, que es una restricción de la que habíamos oído hablar para tiempos de guerra o de situaciones bélicas en las que se impide salir a la calle, transitar por las vías públicas, ir de un sitio a otro o simplemente callejear sin sentido.
Nos hemos acostumbrado a las mascarillas, como elementos que no nos podemos dejar detrás, como apéndices de nuestras caras o como medidas de protección ante un virus que vino de allende la cultura asiática.
Ya han pasado 365 días en los que hemos conocido términos como pandemia, del que habíamos leído en las crónicas de siglos pasados y que servían para encerrar a la gente ante contagios masivos porque no existían remedios médicos que aplicar ante la avalancha de enfermos a los que no se podía curar.
Nos encerraron porque no había otra respuesta y porque era la mejor manera de protegernos de más ingresos hospitalarios y de seguir llenando las camas de los hospitales con una enfermedad de la que nadie sabía cómo tratar, con unos sanitarios sobrepasados en trabajo, impotentes ante unos síntomas que no sabían gestionar y para los que no estaban preparados ni en el cómo protegerse.
No tenían eso que hoy conocemos como EPIS y que fabricaban con bolsas de basura y cinta aislante. Los que ingresaban empeoraban ante sus ojos y se veían impotentes aplicando todos sus conocimientos médicos, pero nada servía. Por eso nos confinaron, nos pidieron que nos quedáramos en casa, que no saliéramos, que la solución, al menos momentánea, era que todo se parara.
Descubrimos los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) como solución para que nadie perdiera sus puestos de trabajo. Cerraron las empresas, nos mandaron a todos a casa y cesó toda la vida exterior que hasta ese momento teníamos. Los que salían a la calle, por necesidad, fueron abucheados, imprecados o vilipendiados por los que detrás de los visillos vigilaban unas calles desiertas. Los turistas huyeron despavoridos hacia sus casas dejando reservas y excursiones para más adelante, comenzaba un tiempo diferente sin un horizonte definido. Las semanas se fueron acumulando y las festividades canceladas.
Nunca, en la época moderna, habíamos tenido algo parecido y tampoco estábamos preparados para ello. Pero a todo se hace uno. Nos acostumbramos a las comparecencias políticas, a los nuevos consensos, a que nos pidieran semana tras semana que siguiéramos sin hacer nada, a quedarnos encerrados y que ya veríamos más adelante.
Supimos lo que significaba un “Estado de alarma” y que los derechos civiles quedaran en un stand by hasta que se encontrara algún remedio en forma de vacuna o de medicamento que atajara la sangría de vidas que ya nos estaba costando la enfermedad. Vimos recintos feriales llenos de ataúdes, supimos de gentes que habían fallecido, pero cuyos cuerpos no aparecían porque estaban en un limbo forense del que nadie sabía explicarse. Los hornos crematorios no daban abasto y la peregrinación para encontrar los que no tenían una larga lista de espera era ardua y distante.
Todo eso lo veíamos desde nuestros encierros. Descubrimos que nuestra casa no era la que nos encontrábamos cada día al volver del trabajo o de estar con los amigos. Eran viviendas en las que nos encerraron, pero vimos que no estaban diseñadas para tantos días de encierro con todos los nuestros. Comenzamos con mucho ahínco eso del “teletrabajo” y a medida que pasaban los días nos dimos cuenta de que nos ahogaba. Las sillas no eran ergonómicas y la espalda nos dolía más que en nuestros puestos laborales.
También que no era posible cuadrar un balance con los niños saltando y brincando por los alrededores y que hacíamos más horas porque las pausas para ir al bar de la esquina habían desaparecido. Y las semanas se fueron acumulando hasta que nos dijeron, después de 49 días de encierro, que comenzaba una desescalada y que nos teníamos que acostumbrar a “una nueva normalidad”.
Han desaparecido los saludos estrechando la mano. Tampoco podemos cerrar un trato con un apretón. Los abrazos quedaron prohibidos y las sonrisas se escondieron tras unas mascarillas, aunque para llegar a ello primero tendríamos que encontrarlas, porque no había. En las farmacias te las vendían casi como de “estrangis” y tener alguna en casa era casi un privilegio.
Nos vimos de repente buscando gel hidroalcohólico con el que lavarnos las manos o dejando los zapatos y la ropa en la entrada de la casa, por si había pillado al maldito bicho en una de las salidas a la calle para comprar en el supermercado. Teníamos una cita a las siete de la tarde para aplaudir al aire y que les llegara a los sanitarios por lo que estaban haciendo.
La única convocatoria que aparecía en nuestras agendas y que era inamovible, pasara lo que pasara, lo mismo que oír el “Resistiré” del Dúo Dinámico como himno para levantarnos la moral, que también estaba encerrada, como nosotros.
Descubrimos las reuniones telemáticas y que existían unas plataformas como “zoom” “party video”, “Skype” o tantas otras que reemplazan lo presencial. Se acabaron los viajes de negocios e incluso los de placer. Las teleconferencias nos han servido para ver cómo viven los demás y si sus casas están decoradas con gusto o con retales. ¡Cuántas cosas estaban ahí y no aprovechábamos!
Nos hemos acostumbrado a que lo contrario sea lo que vale. Antes eras positivo y era bueno, ahora es mejor dar negativo para no engrosar la larga lista de contagiados. Antes veías a alguien con una mascarilla y preguntabas qué le pasaba y ahora si no la llevas puesta eres un negacionista o un olvidadizo al que pueden multar. Ibas a un sitio con mucha gente y te sentías bien y ahora despotricas porque te agobian las multitudes y te han dicho que las aglomeraciones son malas.
Saludas con el puño cerrado o con la mano en el corazón, como en las pelis futuristas, y te parece lo más normal. Se han acabado los besos en los encuentros o en las despedidas y de los abrazos ni nos acordamos. ¿Recuerdan las iniciativas aquellas de los que repartían apretones corporales? Hoy es algo de lo que nos queda un remoto recuerdo.
Todo ha cambiado, ni para peor ni para la añoranza. Estamos en un tiempo diferente, pendientes de los niveles de alerta, de cuántos se pueden reunir, de si vamos de cuatro en cuatro, de si las mesas están separadas y de que el tiempo en una mesa en las terrazas de los bares y restaurantes está más medido que los rendimientos en una declaración de la renta.
Y solo ha pasado un año. Las vacunas no llegan en el número que decían y tampoco son una garantía de que se acaba con la enfermedad. Seguimos con toques de queda, con restricciones de movilidad, pendientes del número de contagios y con llamamientos a la responsabilidad en el comportamiento ciudadano. Nos hemos vuelto más tristes, pero no se nos ve con la mascarilla puesta. No hay vida nocturna y casi lo entendemos.
No hubo comida familiar en navidades, hemos incorporado a nuestras vidas las PCR como garantía de estar sanos y mantenemos una distancia social contra las que luchamos en el pasado para que nadie se sintiera excluido. Y casi seguimos igual. Un poco mejor, pero con unas restricciones que limitan la vida como no la conocíamos antes del 14 de marzo de 2020.
La vida ha cambiado mucho, tanto que dicen que nada volverá a ser igual y que hay cosas que han venido para quedarse. Como el uso de las mascarillas o saludarnos mucho más fríamente, como dejarnos de reuniones multitudinarias o de planificar las vacaciones. Nadie sabe si seguirá teniendo un puesto laboral. Todos los días nos cuentan la millonada de euros que van a liberar para que nadie sufra, pero lo que vemos es cómo aumenta el número de personas sintecho, sin comida o sin un porvenir más o menos despejado.
Estamos en el primer año post pandemia y la verdad es que no sabemos cuándo acabará esta era. Vayámonos acostumbrado a ello y seamos positivos con lo que viene, aunque ya no se lleve ser positivos.
* José MORENO GARCÍA
Periodista.
Analista de la actualidad.
La Laguna (Tenerife), 13 de marzo de 2021.
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