Ancianidad, divino tesoro (I)
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Remigio Beneyto Berenguer *
Según el Diccionario de la Lengua española de la Real Academia, el adjetivo “anciano” proviene del latín “antianus”, y significa: “que ha nacido antes, persona de mucha edad”. El sustantivo “ancianidad” significa “el último período de la vida ordinaria del hombre”.
Aunque sería discutible establecer el momento a partir del cual una persona tiene mucha edad, o qué se entiende por el último período de la vida ordinaria del hombre, partiré de entender que una persona es anciana cuando ha cumplido 65 años o más.
Hace poco cayó en mis manos una estadística de mi pueblo, Banyeres de Mariola (Alicante), sobre la distribución de la población según edad y sexo. Esa distribución coincidía prácticamente con la misma distribución en el municipio de San Cristóbal de la Laguna (Tenerife). El número de hombres y mujeres de 65 años o más llega casi a la cuarta parte de la población, o lo que es lo mismo, la cuarta parte de la población son ancianos.
Esa realidad me hizo pensar en la ancianidad, en la vejez, en las “personas mayores”, en aquella edad que se disimula, que se esconde, que se aísla, que parece que esté amortizada. Sin embargo, he observado en los ancianos una sabiduría, un equilibrio, una serenidad, una firmeza, una fidelidad y un respeto que no lo he visto ni en las mejores Universidades ni en las mejores plazas públicas.
Es cierto que no todo anciano, por el hecho de serlo, es necesariamente sabio, y entonces quizá la senectud, la vejez se incrementa si está avivada por el desengaño, la ira, la idiotez o el desatino, pero no es menos cierto que una ancianidad lúcida y sana es una auténtica maravilla. Por eso he decidido dedicar dos o tres artículos a la ancianidad, porque pienso que la ancianidad es un divino tesoro.
El anciano ha nacido antes, va por delante, está recorriendo el camino hacia la cima. Es un camino que se inicia poco a poco, en el que se necesitan unas fuertes piernas, un esfuerzo continuo, pero finalmente se llega a la cima donde se aprecia la pureza del aire, la inmensidad del horizonte y el silencio profundo. Es un dislate no aprovechar la experiencia de nuestros ancianos. Lo han visto todo, lo han experimentado, lo han sufrido. El niño o el adolescente no saben de su juventud ni de su madurez. El joven no sabe nada de su edad adulta.
En nuestra sociedad hemos de preguntarnos si estamos aprovechando la experiencia, la vivencia, los conocimientos de nuestros ancianos, o, si, por el contrario, nos cansamos de oírles contar las mismas historias, como si del abuelo de la familia Cebolleta se tratara. Hemos de cuestionarnos si realmente estamos dispuestos a perder nuestro preciado tiempo con ellos, escuchándoles, mirándoles, estando únicamente a su lado. Nosotros no tenemos tiempo, pero ellos tienen mucho, a veces demasiado. Hay que oírles porque ellos saben distinguir lo fundamental, lo principal de lo accesorio o secundario. Ellos saben, en el camino de la vida hacia la cima, dónde está el peligro, dónde hay que abrigarse, dónde ir con cuidado, dónde aligerar el paso, y dónde detenerse a descansar y disfrutar de la belleza de la naturaleza.
El anciano tiene equilibrio. Ya sé que lo que acabo de decir resulta chocante. Precisamente no tiene la seguridad del fuerte, del joven y eso les hace dudar, sufrir. Pero tienen una serenidad y una paz interior que les procura equilibrio personal. En el libro “la puerta de la esperanza”, basado en conversaciones del psiquiatra Vallejo-Nágera con algunas personas ilustres, el Cardenal Carlos Amigo, recientemente fallecido, decía: “Yo pienso que el atractivo de su personalidad (de Vallejo-Nágera) radicaba en su equilibrio.
En Sevilla tenemos un crítico taurino, Filiberto Mira, que dice que lo peligroso para un torero es salir a hombros. Que es mejor saludar desde el tercio, recibir la ovación del público y retirarse discretamente. Y eso es lo que hizo Juan Antonio (Vallejo-Nágera). No era ningún prodigio, ni un hombre carismático, que suelen ser inquietantes, porque siempre desbordan por algún lado. Era un hombre corriente, que hizo bien su trabajo, saludó desde el tercio y se retiró discretamente”.
¿Acaso no ocurre así con nuestros ancianos? ¿Acaso no son personas corrientes, que han hecho bien su trabajo, que saben recibir las ovaciones correspondientes, pero que saben retirarse discretamente? ¿Acaso no nos molestan los estridentes, los ruidosos, los pesados y los que siempre aparecen sin que nadie les haya llamado?
Nuestros ancianos son, por lo general, hombres y mujeres de pocas palabras, pero certeras. El Libro del Eclesiástico invita a los hombres a ser moderados en el hablar: “Sé firme en tu criterio, y sea una tu palabra. Sé pronto a oír, y lento en tus respuestas”. Así son nuestros mayores: quizá sin muchas palabras, pero firmes, con un gran sentido común, con pocas tonterías y con mucho corazón.
El anciano sabe mantener el equilibrio entre la autoridad y el respeto de los suyos, y al tiempo la cercanía y la complacencia con ellos. Aristóteles, en su obra “La República”, en el capítulo octavo, asevera que “el padre sobre los hijos ha de tener real mando y señorío por la afición y amor que les tiene y por ser más perfecto en prudencia y discreción para el regir las cosas”.
Por eso los nietos se entienden bien con ellos, con los abuelos, porque les ven estables afectivamente, lo cual les da una tranquilidad, estabilidad y seguridad, que a veces no les dan sus padres, sacudidos por sus inestabilidades económicas, afectivas y personales. Con los abuelos, los nietos no se sienten solos ni se convierten en pequeños tiranos. Los niños ven en ellos la gratuidad y la alegría con que son recibidos, aunque hayan tardado varios meses en visitarles. Saben que les están esperando y que la casa se llena de alegría cuando ellos acuden. Saben que sus abuelos viven para ellos, que son sus principales “confesores” y, a veces, sus primeros “cómplices”.
* Remigio BENEYTO BERENGUER
Profesor de la Universidad CEU Cardenal Herrera.
Catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad CEU de Valencia.
Académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
Islas Canarias, 30 de septiembre de 2022.
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