Comprometidos con el futuro
de nuestros mayores
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Ignacio Fernández-Cid Plañiol *
Ahora que estamos a las puertas de entrar en la fase 1, o lo que es lo mismo, del inicio del camino que nos llevará, si Dios quiere, hacia la normalización de nuestras vidas, es tiempo de reflexionar sobre todo lo ocurrido hasta ahora. Solo así aprenderemos de los errores y afrontaremos como sociedad las amenazas que, con toda seguridad, seguirán presentándose.
Para ello me gustaría empezar explicando qué son hoy en día las residencias de ancianos y su evolución en los últimos 30 años. Los técnicamente llamados geriátricos (que poco me gusta este vocablo), son las casas de nuestros mayores. Es lo que en la sociedad hemos creado, en las últimas décadas, para facilitar el mejor de los entornos para nuestros padres y abuelos.
La economía colaborativa llegó también a nuestros mayores en forma de tener un espacio en donde compartir nuestra vida con personas de nuestra misma generación, con similares necesidades. Las residencias dejaron de ser hace tiempo únicamente la última de las estaciones de la vida, para pasar a convertirse en una oportunidad de vivir nuevas experiencias enriquecedoras, de seguir disfrutando día a día de la vida. Los familiares que nos confían a sus abuelos lo hacen conscientes de que la felicidad a esas edades se encuentra en pequeños detalles del día a día.
La disciplina en los horarios, el equilibrio en la dieta, la terapia ocupacional, la atención religiosa (para los que la requieran), el cuidado médico y el mimo del personal lo consiguen. Nuestra obligación con nuestros mayores consiste en eso, hacerles la vida más cómoda, darles cariño, hacerles felices, crear hogares. Para los familiares somos la garantía de que el tiempo que ellos no pueden estar con sus padres y abuelos alguien los sustituye, en la confianza de que están en las mejores manos. Los que tenemos la suerte de tener responsabilidades en la gestión de este mundo, puedo asegurarles que somos unos privilegiados, por la cantidad de cariño que recibimos a diario. Nunca pensé que una actividad profesional pudiera ser humanamente tan enriquecedora.
Me gustaría ahora aportar algunos datos sobre cuál es la magnitud económica y social de nuestro sector de actividad. En España hay más de 5.400 residencias, con algo más de 385.000 plazas de residentes. El sector da empleo directo a más de 300.000 personas. Si incluimos además de las residencias, los centros de día, la ayuda domiciliaria y la teleasistencia, las cifras se disparan hasta llegar a afectar a más de 1,8 millones de personas.
El modelo de gestión es mixto y en consecuencia hay residencias públicas y privadas. Existe la fórmula de la concertación, sistema a través del cual la administración ¨concierta¨ con las residencias privadas las plazas que necesita. Salvo algún caso excepcional la concertación nunca afecta al total de las plazas de cada una de los geriátricos. Eso hace que la mayoría de las residencias no públicas tengan plazas en concertación, lo que asegura el control de la administración sobre los estándares de calidad en la gestión cada día más exigente, a satisfacción de todos. Del total de los ingresos del sector, el 59% vinieron de la gestión de plazas privadas, el 30,4% de plazas concertadas y el 10,6 % restante de plazas públicas.
En cuanto a la composición de la propiedad de los centros, está mayoritariamente (83%) en manos de pequeñas y medianas empresas (Pymes) que gestionan proyectos de una sola residencia por empresa. Únicamente el 17% del total de las residencias está en manos de multinacionales, que incorporan nuevos desarrollos en la gestión de mayores, aplicadas previamente con éxito en otros países (nuevas terapias, capacitación del personal, etc.) Nuestro sector está a la cabeza de los requerimientos indicados por las autoridades europeas, consecuencia de lo cual nuestras residencias son también destino elegido de muchos europeos del norte, especialmente hacia las residencias de las costas del levante español y las islas.
Una vez descrito a grandes rasgos como se conforma nuestro sector, es el momento de entrar a analizar qué es lo que ha ocurrido. Hemos vivido quizás el mayor desastre que se recuerda en nuestro mundo contemporáneo. Con seguridad el mayor que nos ha tocado vivir en nuestra generación. Todo el planeta confinado en sus casas con una incertidumbre absoluta. Día a día fuimos conociendo lo que se nos venía encima, sin capacidad de reacción. En pocas semanas los hospitales se colapsaron con personas afectadas con un virus que supuestamente venía de oriente y que inicialmente iba a tener una trascendencia baja o muy baja.
La realidad es que dinamitó todo nuestro sistema de salud, desbordando toda nuestra capacidad de respuesta, agotando nuestros recursos, dejando en evidencia nuestra fragilidad como sistema. Igual que el país más desarrollado del mundo, EEUU, tuvo que ver como los diques de contención en Nueva Orleans cedieron inundando toda la ciudad, o el tsunami de Japón reventó una central nuclear causando muertes y destrucción, y no estaban preparados para ello, a nosotros la tragedia nos ha venido en forma de virus asesino que además en muchos casos nos lo transmiten las personas que queremos.
¡Y así llegó el caos, el sálvese quien pueda! Las casi 160.000 plazas de hospital se demostraron absolutamente incapaces de atender las demandas de los infectados. Hospitales que de la noche a la mañana se convirtieron en monotemáticos, únicamente dedicados a la atención de enfermos del COVID. Las emergencias colapsadas con gente en los pasillos durante horas interminables sin poder ser atendidos, solo con el consuelo de un personal abnegado, tan asustado como ellos. Mientras, los médicos en modo ¨ensayo-error¨, experimentando día a día con terapias nuevas para contrarrestar los efectos de un enemigo al que no se sabía cómo combatir.
Muy pronto llegaron las primeras evidencias, no estábamos preparados. Faltaban medicamentos, faltaban respiradores, faltaban plazas de UCI, faltaban los famosos EPIs (equipos individuales de protección), faltaban test, faltaba… casi de todo. Y ante la escasez, muy pronto hubo que enfrentarse a la cruda realidad, llegó la selección natural, no había para todos, vamos a intentar salvar al que más posibilidades tenga de sobrevivir.
La última plaza de UCI, la última dosis de medicamento, el último respirador fue para aquel que se creyó que mejor los iba a aprovechar. Tener que tomar una decisión así va incluido en el trabajo de los médicos. Todo nuestro respeto y nuestra consideración para ellos, no nos gustaría estar en esa situación. En pleno maremoto, con el barco hundiéndose, ¡no había salvavidas para todos!… Y en medio de todo este tsunami, allí estábamos nosotros, con nuestros mayores, pidiendo auxilio.
Nos hemos sentido como “los últimos de Filipinas” … Nos han negado la posibilidad de enviar al hospital a aquellos de nuestros mayores infectados, pero ¿cómo hacerlo si ellos estaban colapsados?… Nos han negado medicamentos para intentar curarlos en casa (no somos hospitales, pero da igual, el barco se hundía) pero ¿cómo hacerlo si les faltaban medicamentos a ellos mismos?… Nos han negado los equipos individuales de protección, pero ¿cómo mandarnos EPIs, si ellos mismos se estaban contagiando día a día por la falta de equipos?… Nos han negado los test, pero ¿cómo conseguirlos si en el aeropuerto de Barajas seguían esperando la llegada de los test de China (los buenos, no los que mandaron al principio que no funcionaban) y no terminaban de llegar?
Así estuvimos durante muchas semanas. Nos había tocado estar en la parte del barco en la que no había salvavidas para nadie, y encima con un hándicap emocional. Los que se estaban ahogando eran nuestros mayores: don Eugenio, doña Margarita, don Alfredo, doña Concepción, personas de las que conocemos sus vidas, a sus familias, con las que hemos desarrollado unas relaciones humanas riquísimas. Esas personas eran los que no tenían salvavidas, y nosotros con ellas.
Lo que ha venido luego está lleno de historias de compromiso, de generosidad, de amor, de humanidad, de valentía, de coraje, de determinación, de ganas de vivir, de ganas de ayudar. Las primeras confrontaciones entre políticos exigiéndose responsabilidades, hicieron que algún alto responsable desalmado, intentara desviar la atención de la ciudadanía hacia los más débiles: o sea, nosotros; intentándonos culpar de lo que estaba pasando. La verdad es terca y el tiempo y la sociedad los juzgará.
No hay que temer a los tiempos difíciles porque te libran de los cobardes. Entre tanto, un ejército de valientes dispuestos a combatir la pandemia con tirachinas iba tomando forma. Se estaba obrando el milagro. Una vez más la sociedad encontraba a sus héroes anónimos. Damos las gracias a los familiares por su ayuda, su comprensión y su cariño; gracias a las aportaciones en forma de mascarillas y batas hechas en infinidad de casas anónimas; y, muy especialmente, gracias al inestimable trabajo, dedicación y vocacional sacrificio del grupo de profesionales de la Medicina, de Enfermería, auxiliares, personal de limpieza, de cocina, de administración, terapeutas, etc. …. Todos ellos han dignificado su profesión, tomando riesgos para sus vidas a cambio de salvar las de sus mayores.
La sociedad necesita de esa actitud y tenemos que obligarnos a valorar y dignificar a las personas que hagan su trabajo de forma ejemplar (sea el trabajo que sea). Por último, quiero dedicar unas palabras emocionadas a los verdaderos protagonistas, nuestros mayores, los que nos trajeron al mundo, nos educaron en valores, se alegraron con nuestros éxitos y sufrieron con nuestras desgracias, a los que siempre, siempre, estuvieron con nosotros. Estamos comprometidos con su futuro.
* Ignacio FERNÁNDEZ-CID PLAÑIOL
Presidente de la Federación Empresarial de la Dependencia (FED)
Madrid, 28 de mayo de 2020.
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