EL MONÓLOGO / 237
La intimidad en declive
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Por Pepe Moreno *
Pensaba escribir de economía, y lo haré, pero es que hay otras cosas que me están tirando de la necesidad de hacerlo. Por ejemplo, la pérdida de intimidad que hoy tenemos. La gente pone, sin reparos de quién escucha, un audio que han recibido en una de las muchas redes sociales o reproduce un video sin que le importe que a los demás no nos dice nada, o si nos dice, depende de quién es el que lo graba o lo escucha.
Perdemos nuestra manera de ser como consecuencia de darle al Play sin saber quién tenemos alrededor o no importando si importunamos o nos oyen. Es una manera de hacer que los demás sepan qué es lo que estamos oyendo y que no nos importe. El otro día estaba en una terraza en la que había otras personas y cada uno escuchaba una cosa diferente y nos lo hacía oír a Los demás.
Un señor, entrado en años que de esos también los hay y en muchas ocasiones tienen que ser jóvenes u adolescentes, oía a alguien que cantaba por rancheras. El hombre no tenía ningún reparo en que los demás, aunque no quisiéramos, también escucháramos aquel portento de música mexicana. Y pasaba de un video, supongo, a otro, sin que se percatara que a ninguno de nosotros nos apetecía estar oyendo eso.
Al mismo tiempo, una joven oía un “audio” que le había mandado una compañera y lo hacía a todo volumen, moviendo la cabeza y gesticulando mientras escuchaba la retahíla que su interlocutora le había mandado. Era una grabación larga y extraña, todos la oímos sin que la remitente lo supiera, pero la persona en cuestión nos lo hizo tragar. Lo mismo que la respuesta, que también tuvimos ocasión de oírla mientras la joven hablaba.
A su lado, en otra mesa, otra persona estaba oyendo el “reel” de una red social. Unos hablaban con una voz impersonal que parecía pregrabada y que nos ponía en antecedentes de los peligros para la humanidad de consumir ciertos productos preconcebidos para una ocasión determinada. Y yo, que había ido a no oír nada, a estar unos minutos en un silencio total que me encontraba en medio de todo eso, sin querer y sin pensarlo.
Eso me llevó a la idea de que no nos importa, para nada, ni la intimidad existe, ni nos importa. Como decía aquel, hoy día, las esferas de lo público y lo privado se encuentran tan entrelazadas, que pretender defender el derecho a la intimidad es una odisea que convierte esa búsqueda en una entelequia abocada a la frustración, en el mejor de los casos, o al más absoluto de los fracasos en el peor. Le damos a “aceptar” a unas normas que nos deberían de preocupar cuando nos hablan de las “cookies” y somos en eso muy alegres con tal de acceder al contenido de unas páginas.
Nos hemos abalanzado con tal gula a degustar los beneficios que nos proporcionaba el uso de los avances tecnológicos, que no nos hemos parado ni un momento a pensar en lo que sacrificábamos de nuestra humanidad. Desde el calor humano real, no virtual, a la pérdida de intimidad y privacidad, todo con tal de disfrutar de las ventajas de nuestros nuevos juguetes tecnológicos. El fin de la intimidad está cada vez más cerca, y actuamos ante ello con una inconsciencia similar a la de esos curiosos niños deseosos de meter los dedos en el enchufe a ver qué sucede.
No deja de ser preocupante que unos pocos se beneficien de lo que nosotros hemos dado por perdido; la privacidad. Eso no le importa a nadie porque las grandes corporaciones tecnológicas, con más dinero y recursos que muchos países, se saltan continuamente regulaciones legales, o exploran espacios grises de la legislación para beneficiarse de todo lo que extraen de nuestros secretos. La invaden, escudándose en que no harán malos usos de esos datos.
Somos como niños cegados por el dulce que nos dan, sin saber muy bien qué quieren de nosotros, ni los daños que esta pérdida de privacidad supondrá, y la venta en pedacitos de nuestra vida, nuestros deseos, nuestros sueños, todo por el consumo masivo y sin sentido que nos ofrecen. Por ejemplo, tú no puedes acceder a una red social si es que no dices que estás de acuerdo con todas las condiciones.
Estaba en un avión y una pareja que se sentaba en la fila de enfrente no paraba de reproducir vídeos, que ella le ponía a él, sin ningún recato o pudor a los demás. Tuve que decirle que usara unos auriculares para que a los demás no nos castigara. Para qué fue aquello. Primero me dijo que no tenía y luego que me aguantara.
¿De verdad que tengo que soportar eso? ¿Y si fuera sido al revés? ¿Lo hubieran aguantado ellos? La verdad es que no me pongo en esa tesitura porque mi sentido de que nadie oiga lo que me dicen es una norma de vida. Odio los “audios” porque me obliga a buscar los auriculares, a ponérmelos y reproducir la captura para que nadie los oiga. Será una chorrada, pero así me lo enseñaron y así me conduciré por el resto de mi vida.
Según los expertos, los jóvenes de hoy en día tienen un concepto de la intimidad completamente distinto al de nuestras generaciones o modos de ver las cosas que teníamos antes. Ahora existen los llamados nativos digitales que crecen en la aceptación de la pérdida de anonimato e intimidad, que a nosotros nos parece esencial, quizá por eso se muestran sin pudor en las redes sociales. Son capaces de decir, y ponen fotos, de donde estuvieron, con quién, porque los etiquetan, y son pastos de algunos “malos” que visitan sus casas cuando no están. De ahí que existan esos consejos de los cuerpos de seguridad de no publicitar cuando se está fuera para evitar el paso de los “amigos de lo ajeno”.
Lo de la intimidad no existe para esas nuevas generaciones.
Esta odisea que algunos vivimos para mantener eso que se llama la intimidad tiene muchas causas y no pocos síntomas, pero el principal no cabe duda de que es la revolución cultural que han impuesto desde la tecnología. Tenemos claro que ha sido el uso del móvil lo que nos ha cambiado la vida. En el principio de los tiempos vimos la facilidad para comunicarnos, para estar interconectados, para hacer las cosas del trabajo en cualquier lugar, nos enterábamos de todo, de la vida familiar, y otras tantas cuestiones.
Ya no llamabas a “casa de alguien” sino a ese “alguien” en cualquier parte del mundo y a cualquier hora. Y todas estas ventajas son ciertas, pero nadie nos contó las desventajas que venían con ellas; la pérdida de intimidad, la adicción a las redes sociales, el despegue de una vanidad fútil, la conectividad convertida en exceso de conexión (el ámbito laboral invadiendo el tiempo de descanso y familiar entre otras tantas cosas).
Estar siempre localizados ha facilitado las cosas, pero también las ha perjudicado, al no tener control sobre cuándo ni cómo esto ha de suceder. La privacidad ha sufrido un duro golpe, pues la presencia activa de un elemento que siempre nos dice que estamos disponibles, fuerza que lo estemos en lo íntimo, en lo social y en lo laboral; recordemos las polémicas con la confirmación de lectura en WhatsApp, correos electrónicos, entre otros tantos ejemplos.
No existe el anonimato más que para cosas perseguibles. Bueno, también está quien lo busca, pero esos son los menos, hoy el que no quiere que se sepa lo que hace, el que roba, o el que hace algo reprochable, busca que no se le conozca y no se le vea, no dejar ninguna huella por ningún lado.
El resultado es que esta loca carrera por la hiperconectividad sacrifica un ámbito esencial, la intimidad, que es imprescindible para que crezcamos como personas, y como sociedad, con sentido crítico, y con los pies en el suelo, alterando las relaciones personales, y las sociales, por no decir las políticas, de formas tan dañinas que aún no podemos mesurar las consecuencias.
El fin de la intimidad está cada vez más cerca, y vamos a averiguar qué consecuencias va a traernos. Ser conscientes de todo esto no soluciona nada, pero debiera ser un primer paso imprescindible para que algo tuviera solución, mejor hoy que mañana, mejor ayer que hoy.
Esos jóvenes de hoy creen que la intimidad, lo secreto, es un concepto burgués relativamente reciente y nada más lejos de la realidad. En la actualidad se da una confusión entre lo público y lo privado, de lo que ya se comenzó a hablar en los años ochenta, mientras que lo íntimo se define como aquello que no queremos que sepan los demás. Lo difícil hoy es controlarlo todo y menos aun cuando la medida es la cantidad de contactos que se tienen, porque ahí hay como una especie de dicotomía entre lo que se difunde y el número de personas que lo ven.
El control de la intimidad tiene menos valor que años atrás y eso se nota en lo que publican o que los demás oímos. ¿Será que nuestra generación tiene otros valores y que lo de la intimidad lo valoramos mejor porque somos conscientes de que exponernos de esa manera tiene sus consecuencias? Será por eso. Hoy publicamos y ayer hablábamos. La vida de hoy lo que provoca es que hay más gente ignorante si no despreocupada y por eso prevalece lo que se publica por encima de que decimos.
Hoy podríamos decir eso de que la intimidad, por la que tanto luchamos en el pasado, está en un segundo plano. Le tenemos que sumar lo que pasa en las redes sociales, en los reality shows o en otros contenidos que se crean en la red. De esta forma, se intercambian un volumen enorme de mensajes, fotos, vídeos con sus contactos. Sobre todo, a estas edades, hay que entenderlo como una forma de estar juntos, de mantener la conexión con tu grupo de iguales, de tener un contacto continuo. Cuando uno era joven buscaba la ropa de marca para estar en la tribu y que no te marginaran, hoy buscan otras cosas.
Se está perdiendo la intimidad y eso parece que a nadie le importa. ¿Nos estamos comportando bien, tanto unos como otros, los que la persiguen y no quiere que se sepa lo íntimo o están primando otros conceptos?
Ahora no mostrarte en internet resulta sospechoso e incluso se preguntan eso tan frecuente de porque no estará en internet. De lo que se trata es de una generación que no pretende compartirlo todo, pero en la que sí que prima ser encontrados en la red. Es lo que podríamos decir que es una cuestión de proximidad.
Hoy podría haber escrito de otras cosas. De un fiscal general del Estado imputado, de un presidente de Gobierno agobiado por los problemas políticos y familiares de los que no sabe cómo salir. También lo podía haber hecho de la inmigración de los menores no acompañados, en la que pasan los días y si no es por una cosa es por la otra, pero los que tienen que resolverla no lo hacen.
Era más fácil escribir de todo ello que de esto, pero lo hice porque me preocupa y porque veo que hoy existe otro concepto de la intimidad que algunos no comprendemos. Quizás todos los problemas antes mencionados tendrían una solución más rápida en el tiempo si todos tuviéramos claro algunos conceptos.
* José MORENO GARCÍA
Periodista.
Analista de la actualidad.
Islas Canarias, 19 de octubre de 2024
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