La credibilidad en la Política (y II)
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Remigio Beneyto Berenguer *
A los políticos se les exige más que a cualquier otro ciudadano. Son servidores de lo público y deben procurar que su vida privada sea acorde con su vida pública. Debe haber coherencia personal e institucional.
Un político que defienda la honestidad y esté incurso en corrupción y en tráfico de influencias no resulta creíble; un político que defienda la vida y vote a favor de la ley del aborto, de la eutanasia y cierre pactos con grupos que no condenen el terrorismo no resulta creíble; y así sucesivamente con esos otros políticos que defienden unas ideas, pero viviendo las contrarias.
Mensualmente el Centro de Investigaciones Sociológicas refleja que los políticos son el principal problema de España después del paro. Esta realidad es preocupante, porque los ciudadanos no creen en sus representantes. Se extiende la idea de que todos son iguales, todos van a perseguir lo mismo: su bien particular por encima del bien común. Se produce un deterioro flagrante de la democracia.
Quizá todo venga del decaimiento de la división de poderes de Montesquieu. Al pueblo llano le parece que el legislativo no controla al Ejecutivo, que el Ejecutivo no cumple y hacer cumplir las leyes y que el judicial no juzga ni hace ejecutar lo juzgado. Urge quizá repensar las funciones, la elección y la composición de los poderes. Los tres poderes han de ser más independientes entre ellos.
El poder legislativo no puede convertirse en una mera máquina de aprobar los Decretos del Ejecutivo o en una figura decorativa. Al poder judicial no podemos verle el color de su toga, que de momento ha de ser negra. El Tribunal Constitucional y del Tribunal de Cuentas han de gozar de mayor independencia, máxime tras los nombramientos últimos.
La desafección política producida por el sentimiento de impotencia y por la falta de confianza en los políticos es muy peligrosa porque genera desvaríos políticos hacia posiciones extremas que en nada contribuyen a la paz y la convivencia social.
¿Cómo puede ser que cualquier persona se sienta capaz de ser alcalde, diputado o ministro? Para mí constituiría una auténtica muralla por la responsabilidad que comporta: gestionar los asuntos públicos de miles, de millones de personas. En cambio, observas que nadie se siente pequeño ante tal responsabilidad. Todos se sienten capaces. Quizá sea porque en el fondo todo está ya previsto de antemano.
Los miles y miles de asesores son los que les dicen cómo llamar la atención, cómo salir de un aprieto, cómo hacer slogans que lleguen al pueblo, cómo deslegitimar o incluso ridiculizar al rival. Y ahora todo esto alimentado por el gran poder de las redes sociales, auténticas maquinarias en los partidos políticos, moviendo los hilos de esta forma de comunicación instantánea.
Los políticos son personas, como nosotros, que aciertan, pero también se equivocan; son personas firmes, pero también con inseguridad y con miedos; son personas con fortalezas, pero también con debilidades.
Ahora los políticos son imágenes que nos presentan: vencedores, fuertes, firmes, seguros, incluso adornados de belleza. Y si claramente se les coge en contradicción, no pasa nada. Mañana nos los presentarán igual de firmes y seguros, pero con ropajes distintos.
No debemos ser superficiales. No debemos dejarnos engañar por las apariencias, porque, como dijo Saint-Exupéry en “El Principito”: “lo esencial es invisible a los ojos, sólo se ve bien con el corazón”. Algunos políticos son como preciosas bolas de cristal que por dentro están vacías.
Debemos desenmascarar la mentira y la hipocresía. En el “Rey Lear”, obra de madurez de Shakespeare, se plantea el tema de la oposición entre la razón y la locura. El exceso de razón da pie a que surja la locura, y la locura, a veces, es el mejor instrumento de la verdad. De ahí el refrán: “los borrachos, los niños y los locos siempre dicen la verdad”.
El auténtico político deslumbra a los demás con su vida interior, con su sensibilidad, empatía y preocupación por los demás. Marco Aurelio en el Libro I de las “Meditaciones” dice: “8. De Apolonio: la libertad de criterio y la decisión firme sin vacilaciones ni recursos fortuitos; no dirigir la mirada a ninguna otra cosa más que a la razón, ni siquiera por poco tiempo; el haber aprendido cómo hay que aceptar los aparentes favores de los amigos, sin dejarse sobornar por ellos ni rechazarlos sin tacto”.
Los ignorantes piensan que lo saben todo, se creen autosuficientes y tienen siempre razón, o incluso que van a pasar a la historia. La razón es su propia opinión, que no tienen inconveniente ni reparo en cambiar cuando haga falta o les convenga. En cambio, los más inteligentes son servidores de la verdad; pueden estar en la duda de Hamlet, en el hombre del “sí pero no”, del “ser o no ser”.
Viven en esa duda que, lejos de bloquearles o de abocarles a la relatividad de todas las cosas, les anima a formar parte del escuadrón que busca el sepulcro de Don Quijote, como diría Unamuno: “Estad siempre en marcha, de pie, nunca de rodillas, buscando la verdad”.
* Remigio BENEYTO BERENGUER
Profesor Catedrático de la Universidad CEU Cardenal Herrera.
Departamento de Ciencias Jurídicas
Catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad CEU de Valencia.
Académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
Islas Canarias, 30 de noviembre de 2022.
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