Las vacaciones, oportunidad para encontrarse con Dios (I)
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Remigio Beneyto Berenguer *
La Iglesia siempre ha estado atenta a la Pastoral del Turismo. El Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes ha emitido varios documentos al respecto: en 1969, el Directorio “Peregrinans in terra”, y en 2001, el Directorio “Orientaciones para la Pastoral del Turismo”.
En la introducción de este último documento el Pontificio Consejo recuerda que el turismo es una plataforma para el progreso de las personas y de los pueblos, uno de los principales motores de la actividad económica, y, además, uno de los vectores del actual cambio climático.
La importancia del turismo viene apuntada porque se trata de un fenómeno de alcance mundial, ya que según los datos oficiales hay un movimiento de más de setecientos millones de turistas internacionales y que esta cifra se multiplica por diez en el caso del turismo de interior.
En el apartado “Turismo y tiempo libre”, el documento resalta que el trabajo y el descanso constituyen el ritmo natural de la vida del hombre, que el tiempo libre aparece como una posibilidad de realización personal y como espacio de creatividad, y, en consecuencia, como un derecho que coadyuva a la plena dignidad de la persona.
Se nos presenta como un tiempo que el hombre dedica a Dios. Dios no puede ser el gran ausente en nuestras vacaciones. “Él siempre está, nos acompaña, forma parte de nuestra vida. Para un cristiano, las vacaciones no son concebibles si Dios no entra también en ellas”. Las vacaciones han de concebirse también como un tiempo en que el hombre se entrega generosamente al servicio de los demás, especialmente de la familia.
El descanso, el tiempo libre y las vacaciones han de ser una actividad familiar, donde cada cristiano se reencuentra con su familia en un ambiente distendido, abierto y positivo. “Es el momento propicio para hacer juntos pequeñas excursiones, para comer y cenar juntos con tiempo holgado para la tertulia de sobremesa, para visitar familiares y amigos con los que no podemos vernos durante el año”[1].
Como afirma Mons. Jaume Pujol: “Sólo puede haber vacaciones en el corazón de aquel que pretende que sus prójimos se lo pasen bien. Sin la voluntad de amar, no se puede descansar de manera humana”[2].
En otro apartado, titulado “Turismo y persona”, incide en el peligro de que el reposo sea considerado como un simplemente no hacer nada. Propone que el descanso consista en la recuperación de un equilibrio personal pleno que las condiciones de la vida ordinaria tienden a destruir. En vacaciones hemos de dedicar expresamente una parte de nuestro tiempo a cultivar nuestra vida espiritual y religiosa.
En el calendario y horario de vacaciones tenemos que señalar momentos y tiempos para la oración, para la reflexión religiosa…podemos leer un libro que nos ayude a revisar nuestra vida, podemos rezar en la iglesia del pueblo o en el gran templo de la naturaleza, podemos incluso hacer unos días de ejercicios espirituales o algún cursillo de espiritualidad”[3].
Es tiempo, como dice Mons. Vives, de descanso, de cambio de actividad, de cambiar de ritmos, de encontrarse a uno mismo, de reencontrar la belleza de la creación, de dedicar más tiempo al servicio de los demás[4].
El contacto renovado con la naturaleza, el gozo de los paisajes, conocer el hábitat de, los animales y plantas, el conocimiento más directo de la cultura y el arte, la relación enriquecedora con otras personas, refuerzan la comprensión armónica e integral de la persona.
Todo esto se encuentra en algunos parajes como el Valle de Núria (en la Seu d´Urgell) y la Sierra de Mariola, en la Archidiócesis de Valencia. El Universo, en el Génesis, 1, 1-31, se nos presenta como un don que deberíamos conservar, como un regalo, un “Edén”, en donde todo se conjuga en la armonía y la alegría de vivir, un lugar en que las criaturas alaban el amor de su Creador.[5]
Pero para ello es necesario, además de la información sobre el patrimonio artístico o la historia, la conciencia ecológica, el conocimiento de los hábitos, de la religión y de la situación social en que viven las comunidades que van a recibirnos.
Como narra el Pontificio Consejo, el jardín, a veces, se transforma en desierto, las flores se marchitan, el desorden ocupa el lugar del equilibrio, la paz es agredida por la violencia, “los hermanos han esclavizado a los hermanos y los pueblos ya no han encontrado el árbol de la vida en el Jardín, porque han probado el fruto del árbol del bien y del mal”.[6] De esta forma el diálogo cultural y social será sustentado por el respeto a las personas, constituirá un lugar vivo de encuentro y evitará el peligro de convertir la cultura ajena en simple objeto de curiosidad (en el mejor de los casos), o de pueblo servil a las propias manías o desvaríos (en el peor de los casos, simplemente por dinero).
Es preciso cultivar la ética de la responsabilidad por parte de los turistas. Es posible elegir entre ser un “turista contra la tierra o a favor de ella, quizás yendo a pie, prefiriendo hoteles y centros de acogida que estén más en contacto con la naturaleza, llevando menos equipaje, para que los medios de transporte emitan menor cantidad de anhídrido carbónico, eliminando los residuos de forma adecuada, consumiendo alimentos más “ecológicos”, plantando árboles para neutralizar los efectos contaminantes de nuestros viajes, prefiriendo los productos de artesanía local a otros caros y venenosos, utilizando materiales reciclables o biodegradables, respetando la legislación local y valorizando la cultura del lugar que estamos visitando”.[7]
El Pontificio Consejo ha afirmado: “Los turistas deben ser conscientes de que su presencia en un lugar no siempre es positiva. Con este fin, han de ser informados sobre los beneficios reales que comporta la conservación de la biodiversidad, y ser educados en modos de turismo sostenible. Así mismo, deberán reclamar a las empresas turísticas propuestas que contribuyan realmente al desarrollo del lugar.
En ningún caso, ni el territorio ni el patrimonio histórico-cultural de los destinos deben salir perjudicados a favor del turista, adaptándose a sus gustos o deseos”.[8] Además, a veces, los mismos lugareños no acaban de apreciar la preciosidad de sus calles, de sus fachadas y de sus barrios históricos.[9] El amor a lo nuestro es fundamental.
Pero la contrapartida es que la comunidad local deberá presentar al turista su patrimonio artístico y cultural con una clara conciencia de su identidad y estar dispuesta a la interacción que todo diálogo auténtico genera. Deberá presentar su patrimonio cultural y religioso con toda autenticidad, sin complejos, de forma asequible, con informaciones y guías competentes, con amplias posibilidades de participación
* Remigio BENEYTO BERENGUER
Profesor Catedrático de la Universidad CEU Cardenal Herrera.
Departamento de Ciencias Jurídicas
Catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad CEU de Valencia.
Académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
Islas Canarias, 13 de agosto de 2024
[1] Mons. Fernando Sebastián Aguilar, en su Carta Pastoral “¡Hasta la vuelta!, Julio de 2007, en www.conferenciaepiscopal.es
[2] En su Carta Pastoral “Unas buenas vacaciones”, agosto de 2007, en www.conferenciaepiscopal.es
[3] Mons. Fernando Sebastián Aguilar, ver cita número 7.
[4] Mons. Joan Enric Vives Sicilia, en su Carta Pastoral “Tiempo de vacaciones”, Julio de 2007, en www.conferenciaepiscopal.es
[5] Mensaje del Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes. Ver cita número 4.
[6] Ibidem.
[7] Ver cita número 4.
[8] Mensaje del Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, “Turismo y diversidad biológica”, con ocasión de la Jornada Mundial del Turismo, 27 de septiembre de 2010, en www.conferenciaepiscopal.es
[9] La otra noche, en Biar, un pueblo de la provincia de Alicante, al bajar del coche dije: “¡Qué fachadas más bonitas, qué pueblo más precioso!, y una chica joven, que estaba sentada en un portal, me dice: “Eso lo dice usted porque no vive aquí”. Yo le contesté: “Si viviera aquí, además de decirlo, me enorgullecería de ello”. Pero me dio la sensación de que ella, por su edad, añoraba la Capital, y poco podía decirle yo.
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