Respetad al pueblo que os ha elegido
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Remigio Beneyto Berenguer *
El Tribunal Constitucional ha avalado la Ley de la Amnistía por seis votos a cuatro. Independientemente de que crea firmemente que habrá que revisarse la composición y funciones del Tribunal Constitucional, no me quiero centrar en ese aspecto. Todos los miembros del Tribunal Constitucional, incluidos los del llamado “sector progresista” son eminentes juristas, con un currículum envidiable. Nadie duda de ello.
Si no han actuado arreglo Derecho, sino por otros motivos no jurídicos y de ajuste a la Constitución, les tengo cierta pena, porque cuando uno no es leal a la confianza depositada en ellos y al juramento que prestaron en su día, al final se arrepiente de lo que han hecho, salvo que sea alguien sin ningún tipo de moral.
Hoy quiero resaltar que nos estamos acostumbrando a que determinados políticos digan una cosa hoy, mañana la contraria, y, al día siguiente, otra distinta. Y todo ello sin necesidad de justificarlo al pueblo que les ha dado su voto, que ha confiado en ellos. No echo la culpa únicamente a ellos (ya tienen bastante con su falta de integridad). Echo la culpa a quienes siguen confiando en aquellos que no muestran ningún respeto a su electorado.
Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno, dijo en su día que una amnistía es inconstitucional, es ilegal y no tiene cabida en nuestro ordenamiento jurídico. Pedro Sánchez acaba de decir que el aval del Tribunal Constitucional a la Ley de la Amnistía es una magnífica noticia para España.
Salvador Illa, president de la Generalitat de Catalunya, ha mantenido siempre que la amnistía no es factible desde el punto de vista del Estado de Derecho, afirmando; “Y ni amnistía ni nada de eso. Lo repito para que quede claro: ni amnistía ni nada de eso”. Salvador Illa acaba de decir que la ley de la amnistía ha funcionado y las cosas van mejor en Catalunya, e insta al Tribunal Supremo a aplicar “con diligencia” la amnistía al resto de procesados por el “procés”.
Puedo decir con rotundidad que, si yo hubiera hecho eso, mi familia y mis amigos me pedirían explicaciones, porque, en cualquier persona, ha de haber una integridad y una coherencia. Entonces ¿no cabe modificar posiciones? Sí, pero por razones de bien común, de interés general, y no de interés particular.
La política no puede estar separada de la moral y de los principios. Uno debe ser fiel a su conciencia, incluso a costa de contrariar a sus superiores.
Benedicto XVI, en su memorable discurso en Westminster Hall, afirmó: “Cada generación, al tratar de progresar en el bien común, debe replantearse: “¿Qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los ciudadanos de materia razonable? Y ¿qué alcance pueden tener?, ¿en nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? Estas cuestiones nos conducen directamente a la fundamentación ética de la vida social. Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces el proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia”.
Parece evidente que, en las cuestiones fundamentales del derecho, en las que está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta.
Y ese desafío para la democracia consiste en saber distinguir el bien y el mal, en reconocer lo justo. El mismo Benedicto XVI ante el Bundestag, recuerda la petición del joven Rey Salomón: “Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a su pueblo y distinguir entre el bien y el mal”. Ésta parece seguir siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra el político y la política misma: ¿Cómo poder reconocer lo que es justo? ¿Cómo poder distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente? Éste es el deber fundamental del político, y para ello se requiere mucha lucidez, mucho amor a la verdad, mucha capacidad de servicio.
James C. Hunter en “La Paradoja” (capítulo seis: la elección) comienza con la siguiente cita de John Ruskin: “Lo que creamos o lo que pensemos, al final no tiene mayor importancia. Lo único que realmente importa es lo que hacemos”. Hunter entiende que nuestro comportamiento también tiene una influencia sobre nuestras ideas y nuestros sentimientos, que nos apegamos a todo aquello a lo que prestamos atención, a lo que dedicamos tiempo, a lo que servimos. Es algo así como el dicho: “Si no vives como piensas, acabarás pensando como vives”.
Pero hay otra cuestión fundamental: la credibilidad de los políticos. Son nuestros representantes, los representantes del pueblo soberano en un Estado social y democrático de Derecho.
El político ha de ser creíble, ha de inspirar confianza. Va a representar al pueblo en el gobierno de los asuntos públicos. El político debe hacerse acreedor de tal honor. No pueden dudar de él. Los ciudadanos no han de tener ni siquiera la mínima sospecha de que les va a engañar. Un ciudadano defraudado es peligroso para el político. El “puedo prometer y prometo” de Adolfo Suárez o el “yes, we can” de Barack Obama ilusionan y hacen fuertes a los electores, pero después las promesas incumplidas o el “no, no se puede” son terribles, pues frustran a los electores, les hacen bajar a la realidad, que normalmente no coincide con el mundo feliz prometido.
Los partidos políticos son un instrumento fundamental para la participación política, porque contribuyen a la formación y manifestación de la voluntad popular. En ellos la transparencia ha de formar parte de su esencia. El pueblo ha de conocer en todo momento, con luces y taquígrafos, qué hacen sus políticos, cómo actúan, con quiénes pactan, a qué acuerdos llegan, cuáles son sus principios y su forma de vivir.
Los políticos, gracias a los medios de comunicación, están expuestos totalmente a los ciudadanos. No vale actuar de un modo en el espacio público y de otro totalmente distinto en la vida privada. Ha de tener cuidado con sus contradicciones, con decir hoy una cosa y mañana la contraria, y pasado mañana, otra distinta. ¿Cómo puedo yo confiar en alguien que parece una caña sacudida por el viento?
No es acertado predicar e incluso defender con arrogancia unos principios y actuar y vivir conforme a otros totalmente distintos. Aunque se pueda siempre justificar, el pueblo ve incoherencia y entonces el político pierde credibilidad.
La credibilidad cuesta mucho de ganar y poco de perder. Cuando un político aparece en escena, si es que aparece, no le conoce nadie. ¿Y quién es? Uno más, será como todos. Algo vendrá a buscar. Es difícil hacerse creíble. Normalmente resulta más creíble quien viene desde bajo, quien surge del pueblo llano, quien lo ha conseguido todo con esfuerzo y por méritos propios.
Pero desde el momento en que el pueblo le ha confiado su favor al político, está obligado a servir al bien común, que no siempre es el interés general; está obligado a gobernar, a dar soluciones, a crear ilusión, a mover los corazones de su pueblo. Y si no lo hace, la ilusión se desvanece y la credibilidad se va diluyendo. ¡Cuánta más ilusión haya generado, más rápida se desvanece la credibilidad!
Y si el político se contradice, predica un mensaje y aplica lo contrario, si se dice defensor de los pobres, pero vive como un millonario, si predica unos principios y los exige a los demás, pero luego es incapaz de cumplirlos él, si defiende la honestidad y luego es un delincuente, entonces la credibilidad acaba por los suelos. Y ya nunca se puede recuperar. Es como un jarrón que se ha roto. Podremos pegar sus fragmentos, pero ya nunca será el mismo jarrón.
A los políticos se les exige más que a cualquier otro ciudadano. Son servidores de lo público y deben procurar que su vida privada sea acorde con su vida pública. Debe haber coherencia personal e institucional.
* Remigio BENEYTO BERENGUER
Profesor Catedrático de la Universidad CEU Cardenal Herrera.
Departamento de Ciencias Jurídicas
Catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad CEU de Valencia.
Académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
Islas Canarias, 27 de junio de 2025
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