Un cúmulo de sensaciones
AL FINAL DE ESTE ARTÍCULO, TRAS LA FIRMA, PUEDES DEJAR TU OPINIÓN Y RESPUESTA…
Remigio Beneyto Berenguer *
He tenido el enorme privilegio de poder asistir, el sábado 19 de julio, al Teatro Flamenco de Granada, al espectáculo ‘SENSACIONES’.
No soy persona formada en el baile, ni en la música ni en el cante. No obstante, amo la música y el baile. Creo que sé distinguir cuando estoy ante un trabajo bien hecho. Me presenté, junto a mi mujer, en el Teatro media hora antes, y, desde el primer momento, aprecié la distinción del acto, que habíamos decidido experimentar.
La recepción en la entrada fue impecable. Sientes el agradecimiento por dejar que te ayuden a vivir una hora de experiencia sensitiva. La organización y distribución del teatro y la penumbra en que se encontraba, e incluso el rojo ardiente del telón anunciaban la pasión del espectáculo. Los claveles rojos que mariposeaban en el local transmitían belleza y admiración.
El acto comienza a la hora prevista, las 19 horas. La puntualidad transmite responsabilidad, eficacia, seriedad y, especialmente, respeto por el público. Desde ese instante hasta las 20 horas en que, puntualmente, finalizó el espectáculo, fue un cúmulo de sensaciones: de nostalgia, de alegría, de tristeza o desesperación hasta la euforia colectiva.
Me hubiera gustado sentir lo que sentían los artistas del cante (el “cantaor”, la “cantaora”), estar en el cuerpo de los artistas del baile (el “bailaor” y la “bailaora”) y en las manos y en la mente del artista de la guitarra (el “tocaor”). Lo que sí puedo asegurar es que capté perfectamente la magia del arte.
Un auténtico arte únicamente con la voz, con la expresión, con las manos, con los pies, con todo el cuerpo en perfecta armonía. Una joya con los medios de la gente sencilla: sin recursos audiovisuales, sin grandes parafernalias ostentosas o llamativas. Pero sí una joya con la pasión y la emoción de los artistas. Yo no sé si ellos lo sentían (tampoco me importa) pero sí sé lo que me hicieron sentir. No me atrevía ni a respirar, por no romper el embrujo del arte allí vivido.
Cinco artistas en el tablado: tres artistas del baile (dos bailaoras y un bailaor), dos artistas del cante (una mujer y un hombre) y un artista de la guitarra. Pero eran un conjunto, una experiencia colectiva, un estar pendiente todos del uno y uno de todos. Las grandes obras de arte sólo se pueden conseguir como un equipo. Veías el baile y no estabas pendiente de la persona que lo interpretaba.
Los movimientos lentos y melancólicos se hacían eternos, pero los ibas recorriendo junto a los artistas. De pronto los movimientos vigorosos, las expresiones faciales marcadas hacían que sintieras tristeza, desgarro, calma, tranquilidad y siempre pasión. De pronto, todo da un vuelco y se transforma en una euforia, en una emoción desbordante que te invitaba a salir allí a bailar.
El tiempo pasaba sin darte cuenta, y notabas que iba a terminar lo que no querías que acabase porque estabas ausente de tus preocupaciones y únicamente pensabas en lo que estabas viviendo. Digo “vivir” porque no era un espectáculo, era una vivencia, una experiencia.
Era una manifestación del dominio del cuerpo entero, auténticos atletas, que consiguen interrelacionar con el público, que va observando cada uno de sus movimientos: la energía, la pasión, el reposo, la quietud que se corta, y, de momento, la irrupción violenta del taconeo. ¡Algo inenarrable!
Pero nada hubiera sido igual sin el cante. Mientras estaban bailando, estaba pendiente del cantaor y de la cantaora. Eran un complemento perfecto al baile, les seguían, les ayudaban, les alentaban, les acompañaban desde con los gemidos hasta con las expresiones más artísticas del cante. Lamentos, quejidos, expresiones joviales, que daban voz al cuerpo, uniéndose en un excelente cuadro.
Finalmente, el “tocaor”. Da la sensación de que pasa desapercibido, porque los ojos están pendientes del baile y el oído del cante, pero está ahí. Es como la columna vertebral de toda la experiencia. Acompaña al “bailaor” y al “cantaor”, dándole entrada y salida, marcando y enfatizando todos sus silencios y estridencias.
Y de momento lo descubres cuando, en solitario, ante el escenario desnudo, fijándote solo en sus manos y rostro descubren al gran artista, al eminente músico que no sólo acompaña a sus compañeros, sino que te hace vibrar en tu asiento.
Sientes pena porque aquello se termina, y entonces aparece la euforia colectiva, la magnificencia de todos, en el escenario, agradeciendo los aplausos del público con sus mejores galas, bailando, cantando y tocando, en una especie de éxtasis festivo y jovial.
Y allí se veía con más claridad el conjunto, la perfecta coordinación entre todos ellos. Y se retiran, como lo hacen los grandes, sin espavientos, desapareciendo del escenario con humildad.
Reconozco que quizá pueda pensarse que exagero en mis impresiones, pero he de decirles que eso es lo que viví, y, cuando uno cuenta lo que ha vivido, no le cuesta expresarlo.
Grandes artistas, que hacen fácil lo difícil. Parece que hagan lo que hacen todos los días, como si saliera de ellos sin esfuerzo, porque lo tienen dentro y han de soltarlo. Es lo que suelen hacer los grandes artistas, que ven lo que otros no ven, que sienten lo que otros no sienten, pero ayudan a descubrir esos secretos del alma.
* Remigio BENEYTO BERENGUER
Profesor Catedrático de la Universidad CEU Cardenal Herrera.
Departamento de Ciencias Jurídicas
Catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad CEU de Valencia.
Académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
Islas Canarias, 24 de julio de 2025
Deja una respuesta