El hombre que descubrió
un meteorito

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Juan Cruz Ruiz *

 

Hay delante de mi, desde hace tiempo, la foto de un hombre que se creía inmortal. Tanto sentía que esa herida final, a la que estamos condenados por el destino que nos iguala a todos, que sólo fue al médico cuando ya no tenía voluntad para negarse a los beneficios de la ciencia. Hasta los últimos compases de su vida, además, se negó a creer que él podía perder facultades, por ejemplo, algunas que resultan imprescindibles para conducir y que tienen que ver con la agudeza visual. Así que siguió conduciendo su fotingo, como insistió en llamar a cualquier clase de automóvil, mucho más allá de la fecha final que señalaba su carnet varias veces caducado. Estaba tan orgulloso, además, de su modo de llevar su furgoneta que saludaba a todos los otros colegas del volante, cuando éstos le tocaban la pita al sobrepasarlo, creyendo que en realidad le estaba saludando. “Cuánto me quiere la gente por esas carreteras”.

 

Se arruinó varias veces; hubo una época, sin embargo, que sintió que era rico, porque tenía la cómoda (de tea) del cuarto de dormir rebosante de dinero fresco. Un día le firmó una letra de favor a un extranjero afincado en la isla y esa fue para él la desventura. Como no creía en la queja como método de sobrellevar las desgracias, rara vez habló del asunto. Al final de su vida, quizá diez años antes de morir, su hijo Paco enderezó su fortuna (su mala fortuna) e hizo del negocio de asfaltado (y otras gavelas, como decía él), al que él se había dedicado, una empresa de resultados interesantes.

 

No se acostumbró nunca a que otros trabajaran más que él. De hecho, trabajó siempre, de la madrugada a la noche, como si estuviera vigilándolo el jefe que nunca tuvo. Por la época en que vivió hubo de soportar a caciques diversos, a los que tenía que cobrar. La reticencia de los dueños para los que trabajaba no era solo cicatería, sino mala educación, y a él no le gustaba insistir ante los maleducados. De modo que mandaba a cobrar a uno de sus hijos, que así tuvieron ya materia para contar cómo eran los ricos de aquel tiempo.

 

Era un hombre de gran fantasía, para sobrepasar los malos tragos y para levantarse de las desgracias. Recorría la isla, de la que sólo salió un rato, una mañana, realmente, para ir a Las Palmas con su amigo Domingo Salazar, que luego se fue a Venezuela. ¿Y por qué no salía, por qué no se iba él mismo por esos mundos? Porque siempre creyó que hacía falta en la casa, en las carreteras, en la isla, por cuyos andurriales andaba feliz, atento, como un explorador ilusionado, un hombre sin edad, dotado de una energía y de una curiosidad que había aprendido, con las cuatro reglas, yendo al cine.

 

Su última fantasía tiene que ver con esa fotografía que tengo delante. Recorriendo los andurriales de La Guancha, donde tenía negocios, pero sobre todo territorio que explorar, se encontró con lo que él de inmediato pensó que era un meteorito. Se hizo todo tipo de especulaciones aventureras y terminó convenciendo a su hijo Paco, que se llamaba como él, Francisco Cruz, de que ese pedrusco enorme debía tener como destino una plaza en La Guancha, para que nadie se olvidara de que él la descubrió la piedra y, además, la donó. Cuando ya había situado la piedra enorme al borde de la carretera, antes de que fuera convenientemente emplazada por las autoridades del municipio, llamó por teléfono a su otro hijo, y éste llamó a su amigo periodista Salvador García Llanos.

 

Él quería que un periodista, con cámara, lo retratara junto al meteorito. Y ahí está la foto. Él sostiene la piedra. Seguro que pensó que, en ese momento, si él no la sostenía aquel pedrusco enorme, aquel meteorito, volvería por su propio peso a la carretera o, vete tú a saber, al mismo cielo del que procedía.

 

Mi padre era así, el hombre que creyó en todo, también en meteoritos.

 

* Juan CRUZ RUIZ
Periodista y escritor.

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