El honor y la alarma en un supermercado

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Remigio Beneyto Berenguer *

 

 

Decía Pedro Calderón de la Barca, en “El Alcalde de Zalamea” que “el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios”.

 

El diccionario de la Real Academia de la Lengua española define el honor como aquella cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo.

 

Nuestra Constitución, en el artículo 18.1 garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y a la propia imagen, y en el artículo 10.1 lo considera, junto a otros derechos, como inherente a la dignidad humana y como fundamento del orden político y de la paz social.

 

A los que han perdido el honor quizá les importe poco, pero a los que hemos intentado preservarlo, es algo muy valioso, digno de conservar, pues no se puede perder. Si se pierde, ya no se tiene.

 

El honor, como patrimonio del alma, perdura en la eternidad, Lo dijo Virgilio: “Tu honor, tu nombre y tu gloria perdurarán eternamente”, porque, como dice Máximo Décimo Meridio en la película Gladiator, “lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad”.

 

Claro está, esto no tiene validez para los que, como yo, creemos en la eternidad; para los que pensamos que somos hombres para la eternidad: hombres fieles a los principios y creencias religiosas firmes. Así queda retratado para la posterioridad Tomás Moro en la película dirigida por Fred Zinneman en 1966.

 

Cuando mancillan el honor es como si te arrebataran parte de tu dignidad y evidentemente eso no se puede consentir. “El honor no se gana en un día para que en un día pueda perderse. Quien en una hora puede dejar de ser honrado, es que no lo fue nunca” afirmó Jacinto Benavente.

 

Esta reflexión la hago porque estoy angustiado y agobiado. En el poco tiempo libre que tengo disfruto acompañando a mi esposa a comprar a un supermercado cerca de mi casa.

 

El primer día que acudí, casi como un niño con zapatos nuevos, recorrí las calles del supermercado: la panadería, la verdulería, los lácteos, la carnicería, llevando el carro como si de un bólido se tratara. La tarea no fue fácil, sobre todo para un principiante como yo.

 

Hacemos la compra, pasamos por la caja y todo perfecto. Al llegar a la puerta de salida, empiezan a pitar todas las alarmas. No sabía ni a qué correspondía ese estruendo. Acabábamos de pagar todo, me miró la cajera y me dejaron salir. Lo que no tuvo remedio fueron las miradas de todos mis vecinos.

 

Pasan unos días y vuelvo a acompañar a mi mujer. Esta vez el estruendo se produce en el momento de entrar en el supermercado. Todos dirigen su mirada hacía mí, vestido con traje y corbata y abrigo. Menos mal que suena a la entrada. Todos piensan que será alguna etiqueta sin cortar o algún cinturón. La cajera, con su mirada, me fotografía.

 

Hacemos la compra y, al salir, el estrépito se repite. Pero como ya había pasado el control a la entrada, nuevamente todas las miradas se vuelven sobre mí, pero la cajera, que era la misma que me había visto entrar, no le da importancia.

 

He de reconocer que me estaba poniendo ya nervioso, pues me sentía invadido por la tecnología, tecnología incompetente e inútil, por cierto, pues no sé exactamente a qué correspondían esas alarmas. Se supone que van unidas a una especie de localizador de los géneros del supermercado.

 

La educación me impidió decir lo que pensaba en aquel momento. Pero siguen las semanas: pitando casi cada vez que iba al supermercado.

 

La gota que desborda el vaso aconteció hace unos meses. A la entrada, yendo con temor, no pitan las alarmas. Menos mal, pero, a la salida, después de comprar únicamente cuatro productos, abonados y perfectamente identificados en el ticket, se repite el estruendo general de alarmas.

 

¿Qué cambió respecto a las otras veces? Que la cajera abandonó la cola de la caja, acudió a la salida y me revisó la bolsa que llevaba, comprobando que se había pagado todo lo comprado. Pero el daño estaba hecho: todas las colas de las cinco cajas del supermercado asistían con sorpresa a dicha supervisión.

 

Quizá hubiera debido cachearme, inspeccionarme e incluso invadir mi intimidad personal para asegurarse de que no había sustraído nada sin pagar, porque, además de dudar de mi honestidad al supervisar las bolsas, dudó de mi mínima inteligencia, cuando le dije: “A nadie se le ocurriría no pagar algo y depositarlo inmediatamente en la bolsa”. Me prometí no volver a pisar ese “inteligente” supermercado.

 

Pero una semana después, en unos días de sofocante calor y vestido con un simple pantalón y una camisa de manga corta, volví a acudir al supermercado. Pensé que había menos posibilidades de esconder nada que no hubiera pagado, y estaba convencido de la inteligencia artificia y de los avances tecnológicos que se supone albergan estos mecanismos de control.

 

Pero no fue así, ya que a la misma entrada el estrépito fue general y ensordecedor. Pensé que la inútil tecnología de ese supermercado tenía algo personal contra mí. Pensé que me tenía manía. No podía ser tanta afrenta. Soy una persona con un cierto reconocimiento en mi municipio.

 

Evidentemente no me arriesgué a tener que sufrir ninguna vergüenza más, quedándome en la puerta del supermercado y entrar únicamente mi mujer. El remedio fue peor que la enfermedad.

 

Todos los que entraban o salían del supermercado me inquirían por qué no había entrado en el supermercado, que sí tenía vergüenza de entrar, que por qué no había acompañado a mi esposa, que si tenía algún complejo por entrar.

 

A todos ellos tuve que explicar el motivo de mi no entrada, descubriendo que la mayoría de los vecinos habían sufrido esa afrenta por una tecnología ml programada. Reconozco que pasamos un buen rato comentando la incompetencia de los programadores de dichas alarmas, que normalmente pitan a los honrados y no pitan a los sinvergüenzas.

 

Fue cuando me decidí a presentar de momento una queja hacia ese supermercado, perteneciente a una cadena bastante reputada. Los vecinos que oían mi intención se mostraban dispuestos a respaldar dicha iniciativa, pues todos ellos se habían visto, sin motivo, también ridiculizados por lo mismo.

 

Presenté la queja, me respondieron pidiéndome mil perdones, diciendo que iban a revisar las alarmas. Y he de decir que así ha sido. Sigo acudiendo y no suenan las alarmas. Voy ya tranquilo disfrutando de hacer la compra sin ningún tipo de sobresaltos. Y, sobre todo, el responsable del supermercado me saluda cada vez con mucho cariño, y las cajeras me miran con otros ojos. Así da gusto.

 

En conclusión, uno aguanta 99 ocasiones, pero no está dispuesto a aguantar la 100. Me recuerda una escena del Cinema Paradiso en la que una chica le dice al chico que saldrá con él si es capaz de esperarle 100 días a la puerta de su casa.

 

El chico le espera uno y otro día, pasando frío, lluvia, nieve, calor, y la chica le miraba desde su ventana. Cuando habían pasado ya 99 días, y todo parecía que iba a salir bien, el chico se levanta y se va, abandonando su objetivo. Ella no le merecía.

 

Era la gota que desborda el vaso. Es lo que atenta ya contra el honor y la propia dignidad. Y eso es intocable. En el caso del supermercado, hay solución de momento por la buena respuesta ante la queja formulada. Es cierto que tuvo que haber queja.

 

En el caso de la película no hubo solución, porque la chica no entendió que todo tiene un límite, que no debe sobrepasarse, porque somos muchos los que el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios.

 

 

*  Remigio BENEYTO BERENGUER

Profesor Catedrático de la Universidad CEU Cardenal Herrera.

Departamento de Ciencias Jurídicas

Catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad CEU de Valencia.

Académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

 

Islas Canarias, 3 de abril de 2024

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