El ignorante andante

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Remigio Beneyto Berenguer *

 

 

Tengo un amigo ignorante. Lo peor de todo no es que lo sea, sino que se jacta de serlo, porque pavonea su ignorancia sin ninguna clase de rubor. Sufro mucho porque él no se da cuenta de su torpeza. Únicamente ve lo que está dispuesto a ver. No ve lo que tiene delante de sus ojos. Con demasiada frecuencia repite consigna tras consigna, facilitadas por sus correligionarios más o menos sectarios. Pero no reflexiona ni procesa la información. Con un atrevimiento pasmoso reproduce la cantinela recibida, sin procesarla ni reflexionarla. Y así hace continuamente el ridículo.

 

Es una obra de misericordia: «Enseñar al que no sabe», y constantemente me propongo esta misión, pero él no se deja. Está demasiado embebido de su saber, o quizás demasiado inseguro por su complejo de inferioridad, que le viene desde mucho tiempo atrás.

 

Decía Aristóteles que el sabio nunca dice todo lo que piensa, pero siempre piensa todo lo que dice. Mi amigo no actúa así. Él está siempre pronto a opinar de todo, de lo humano y de lo divino, de pedagogía y de derecho, de ecología y de ingeniería, de política y de artes marciales, de historia y de filosofía. Pero me tiene muy preocupado, porque como se mueve por la superficialidad, repitiendo tópico tras tópico, resulta mediocre y eso me duele mucho.

 

Es cierto que los mediocres están ganando. Estamos en la era de los mediocres. Gozan de popularidad, se van retroalimentando entre ellos, no tienen capacidad de autocrítica y el único mérito que alcanzan es el de ‘ser del grupo’ (de los mediocres). No pueden soportar al brillante y, por ello, han de criticarlo, quitarle el honor y entonces derribarle. Si además las circunstancias sociales, políticas y económicas les acompañan, se crecen, se vienen arriba

y entonces resultan aún más grotescos.

 

Mi amigo no sabe que la verdadera sabiduría está en reconocer la propia ignorancia. «Sólo sé que no sé nada» reza la frase de Sócrates, recogida por Platón en su Apología de Sócrates. Pero él se comporta como el emperador, en el cuento de Hans Christian Andersen, que iba desnudo pensando que vestía las mejores telas. Nadie se atreve a decirle que no lleva nada, que no dice nada, que habla sin saber lo que dice. Nadie le dice que está mostrando sus vergüenzas, que ha de tener rubor y no tener miedo de reconocer sus limitaciones. A partir de ese momento empezará ya su sabiduría: cuando

sea capaz de reconocer que no sabe. Será más feliz cuando se dé cuenta de que lo que no se puede hablar, mejor es callarse, como diría Wittgenstein en la séptima y última proposición del Tractatus Logico-philosophicus.

 

Pero él no puede resistirse, ha de ser el mejor entre los suyos, el que más sabe, el más entregado por la causa, el más vociferante en la plaza, el más guerrero en la batalla, el más bufón de la Corte. Estos kamikazes que así se comportan son los que refleja Ortega y Gasset en ‘La rebelión de las masas’. Son aquellos que están especializados en una materia, pero practican el analfabetismo en todo lo demás, pero con el agravante de hacerlo con énfasis, con dedicación y con resultado positivo.

 

Son aquellos que conocen mucho la técnica de algo y si te descuidas, te dicen de qué color has de ponerte necesariamente la corbata. Con la misma petulancia y altanería con la que hablarían sobre cuestiones de ingeniería, arquitectura o diseño, en las que son especialistas, opinan con autoridad: sobre derecho, educación, moral, psicología, cosmovisión e incluso hasta sobre el devenir de los tiempos. Creo que es una cuestión de autocrítica, de darse cuenta de la realidad.

 

La responsabilidad de estos especialistas-ignorantes es mucha, porque son fácilmente manipulables. Les das un lienzo e inmediatamente se ponen a dibujar, pensando que son Velázquez o El Greco. Les proporcionas un

lápiz y escriben, sin parar, de todo, pensando que son Cervantes o Shakespeare. Les agencias un micrófono y tertulian sin parar, opinan de todo, sin saber de nada.

 

Pero ¡cuidado!, porque si se te ocurre, como al niño del cuento, decirles que están desnudos, que son unos burros, entonces te tacharán de prepotente y de vanidoso. Pueden ser ciertas las dos cosas, pero hay que decirles: «tú eres un burro, y necesitas seguir estudiando para poder decir algo con criterio, con raciocinio, con conocimiento de causa».

 

Cuando se ven atrapados por alguien que les destapa sus carencias, siempre responden: «Es mi opinión, que es tan válida como la tuya. Respétame». Es cierto, es tu opinión, pero eres un burro, y has de seguir estudiando para aprender. Has de aprovechar tus grandes orejas para escuchar y saber cada vez más y decir menos tonterías.

 

Pero al final uno se da cuenta que no sólo su amigo es ignorante, sino que cada vez hay más. Uno piensa: ¿Acaso yo estoy libre de este mal? Y entonces el pesar se apodera de uno, porque quizás todos seamos ignorantes.

 

 

*  Remigio BENEYTO BERENGUER

Profesor de la Universidad CEU Cardenal Herrera.

Catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad CEU de Valencia.

Académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

 

(Artículo publicado en el periódico Las Provincias, de Valencia, el 04/06/2017)

 

Islas Canarias, 30 de marzo de 2022.

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