El maestro ciruela

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Remigio Beneyto Berenguer *

 

 

Hay un refrán que dice: “El maestro ciruela, que no sabía leer y puso escuela”. Siempre se ha dicho que la ignorancia es atrevida. El problema es que el ignorante no sabe que lo es, se piensa que es sabio y entonces es cuando se torna incluso ridículo. Llevo toda mi vida leyendo y estudiando, y me siento cada vez más ignorante. Intento explicarme:

 

Primera situación:

 

Salgo a la calle, me reúno con mi vecino y me da lecciones de Derecho. Él conoce la norma aplicable, presume de saberlo todo y, además, hablando imparte clases. Y esgrime su saber con tal petulancia, que me siento acorralado. La fuente de sus conocimientos es el internet, a través de sus aplicaciones, o lo que le han contado por las redes. Siento que mis horas de estudio, de memorización, de reflexión, de argumentación, de “tesis-antítesis-síntesis” valen poco comparado con los buscadores de internet.

 

Segunda situación:

 

En un evento con amigos de la infancia después de cuatro décadas sin vernos prácticamente, después de saludar efusivamente a uno de ellos, se atreve a juzgarme sobre tópicos salidos de los medios de comunicación o de los comentarios simplones de las redes. Se atreve a decir que tengo un problema porque escribo en español. Tras comentarle que es la lengua hablada por 500 millones de personas, me aduce que es la lengua del imperialismo y del colonialismo. Intuyo que para él lo más progresista es hablar el catalán y el inglés. Parece ser que estas dos lenguas: la primera es universal y la segunda no es lengua del imperio ni colonialista. Me siento un tanto descolocado. Me hacen sentir avergonzado de hablar una lengua tan completa, tan rica, tan bella como el español. Carlos I llegó a decir que era la lengua de los dioses.

 

Tercera situación:

 

En una reunión de docentes o ejecutivos “de medio pelo”, el traje y la corbata etiquetan a quien los porta como de “derechas”, retrógrado, conservador, mientras que el “progresista”, avanzado y moderno ha de ir pantalones agujereados, camisetas sin cuello, y una especie de bolsa o zurrón al cuello. No entro en la labor de averiguar el precio de todas y cada una de las prendas utilizadas por quien se atreve a clasificarme simplemente por llevar traje y corbata. Ahora bien, en determinados actos y eventos se atreven a ir, perfectamente alicatados, con su smoking negro, pajarita y pañuelito en el bolsillo derecho de la chaqueta.

 

En las tres situaciones anteriores, el vecino inculto, el “amigo” acomplejado y el docente o ejecutivo “de medio pelo” no consiguen hacerme perder mi equilibrio personal. Se les ignora y punto.

 

Ahora bien, lo que me produce desazón es la inmensa “sabiduría” de nuestros jóvenes. En cualquier conversación presumen de conocerlo todo porque pasan casi 7 horas al día usando dispositivos simplemente para el ocio recreativo. Toda su información proviene o bien de lo que les han contado por WhatsApp o lo que han consumido por aplicaciones como Instagram o TikTok. Los menos atrevidos simplemente repiten como si fuera “ciencia cierta” lo que han visto en alguna de estas aplicaciones.

 

Es ese su único pensamiento y su única opinión sobre un determinado tema. Los más atrevidos llegan a crear sus propios contenidos digitales creando opinión. Me produce mucha tristeza ver a miles, cientos de miles e incluso millones de personas, especialmente jóvenes, siguiendo a tiktokers, instagramers, youtubers o influencers, sin ningún tipo de formación, ni de preparación, ni de valores. Nuestros jóvenes sueñan con ser “influencers”. ¡Madre mía, estamos perdidos!

 

Sé que el problema es mío, que estoy desajustado, que ya soy un “elefante viejo”, pero me resisto a pensar que 52 millones de personas puedan ser capaces de estar influenciadas por una tiktoker de 21 años. O yo estoy muy mal o la sociedad está muy mal, o los dos estamos mal.

 

Umberto Eco, semiólogo, filósofo y escritor, al que casi ninguno de esos 52 millones de seguidores de la tiktoker conocerán, escribió ya en junio de 2015: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”.

 

Estoy pensando que, de ahora en adelante, cuando tengamos que elegir a nuestros ministros, consejeros, concejales, debemos proponer a los “influencers”, “youtubers”, “Instagramers” o “tiktokers”. Tienen más seguidores y más capacidad de influir en los jóvenes y no tan jóvenes de la sociedad. Es más, para todos aquellos es más importante lo que opinan estos “magos de las redes” que sus propios asesores.

 

Menos mal que me queda la esperanza de que este desvarío intelectual pasará. No puede nuestra juventud ser una adicta al móvil, admitiendo como “ciencia cierta” lo que allí se dice. ¿Qué se puede esperar de una sociedad en la que casi la mitad de los adolescentes es adicta al móvil, a las redes sociales, a los videojuegos, a…?

 

Una vez más, lo siento, es problemas no es de ellos, es de los mayores, que no sabemos estar donde hay que estar: no sabemos mejorar su autoestima, no sabemos promoverles una buena salud mental, no sabemos crearles modelos a seguir ni referentes serias (y no una tiktoker de 21 años con 52 millones de seguidores), no sabemos ofrecerles ocios inteligentes y estimulantes, no les preparamos a ser capaces de poder desconectarse digitalmente cuando ellos quieran y apreciar, no somos capaces de educarles para que hagan un uso correcto y responsable, que no les haga débiles y esclavizados por un mundo fantasioso e irreal, movido por importantes empresas con ánimo de lucro.

 

Finalizo diciendo: ¿Para qué me ha servido estudiar y estudiar? ¿Para qué me ha servido leer a los clásicos? ¿Qué me ha aportado la literatura francesa, italiana, rusa, alemana? ¿Para ser un ignorante acorralado? ¿Para ser un “facha” que escribe en una lengua imperialista? ¿Para ser un retrógrado conservador?

 

Quizá me hubiera servido más echarme al monte y convertirme en un buen “tiktoker”, como el maestro Ciruela, que, sin saber leer, montó escuela, a la que podían acudir millones de personas. ¿Me he equivocado durante cuarenta años? Por supuesto que no. Leer a Aristóteles, a Platón, a Séneca; leer a Dostoievski, a Tolstoi; a Dante, a Petrarca; y, especialmente, a Cervantes, a Lope de Vega, a Calderón, a Quevedo, me ha dado una libertad que ninguno de estos “nuevos magos de la literatura digital” me hubieren proporcionado.

 

 

*  Remigio BENEYTO BERENGUER

Profesor Catedrático de la Universidad CEU Cardenal Herrera.

Departamento de Ciencias Jurídicas

Catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad CEU de Valencia.

Académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

 

Islas Canarias, 29 de agosto de 2023

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