Fútbol e identidad. Un paseo por Santa Cruz y sus barrios.
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Pregón de las Fiestas de Mayo 2023 de Santa Cruz de Tenerife
Por Juan Galarza Hernández *
Si de bien nacido es ser agradecido, agradezco de verdad al Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, en la persona de su alcalde y corporación, la deferencia de haberme designado pregonero de las Fiestas de Mayo.
Permítanme, antes que nada, tener un recuerdo especial para mis padres, Juan y Miguelina, que por razones de salud no pueden estar con nosotros. Ellos me enseñaron a amar Santa Cruz, conociendo todos sus rincones y sabiendo de sus gentes. He tratado de imitarles en la educación de mis hijos, Raquel y Juan, también ausentes, y creo que vamos por el buen camino. Muy lejos de aquí, defienden su patria chica como el mismísimo general Gutiérrez.
Asumo esta tarea con el propósito de compartir con todos ustedes algunos apuntes para recorrer rincones de la geografía local y pasajes de su historia. De sus barrios y sus pueblos. Del ayer más recóndito y del más reciente. Del leído y del revivido.
Muchos de quienes ya pregonaron estas fiestas lo hicieron sobre la base de la investigación y el conocimiento histórico. Rememoraron aquellos sucesos y circunstancias más señalados en los 529 años de vida de Santa Cruz:
Desde el hecho fundacional, con el desembarco de Fernández de Lugo en la costa de Añazo, hasta la asunción de la capitalidad, pasando por las réplicas frente los asaltos de Blake, Jennings y Nelson. Los efectos de catástrofes y calamidades. El progreso del puerto y la ciudad. La estancia de visitantes ilustres.
Otros tantos, científicos y naturalistas, se refirieron a su paisaje, coyunturalmente favorecidos por los efectos de la estación primaveral que adorna esta celebración. De este Mayo que ya toca a la puerta, amplificando todas las cualidades de nuestra ciudad y sacando de sus casas al chicharrero ávido de celebrar las fiestas fundacionales de Santa Cruz.
A todos ellos se sumaron escritores, poetas, artistas, músicos y periodistas que dotaron instantes como este de infinidad de citas sobre lugares, personajes y obras cuyo nexo común es nuestra capital.
Permítanme que, en mi caso, mucho más modesto, me valga del resultado de años dedicados a la investigación histórica del fútbol canario, una actividad iniciada de la vocación –igual que el periodismo– para acabar por convertirse en profesión. Bendita fortuna.
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Durante el último año, Santa Cruz y toda la Isla celebraron una efeméride singular: el centenario transcurrido desde la fundación del Club Deportivo Tenerife, allá por 1922, hasta nuestros días. Además de lo puramente futbolístico, la cita nos brindó la oportunidad de evocar otros acontecimientos del último siglo sucedidos en paralelo. Hechos referidos a la economía, la sociedad, la política o la cultura que se interrelacionan, con mayor o menor intensidad, con un fenómeno de masas como es el fútbol.
Decía el filólogo y académico Gregorio Salvador que “de todos los espectáculos posibles, deportivos o artísticos, el fútbol es el que más se parece a la vida, el que más adecuadamente la simboliza”, siendo “casi un fiel trasunto de ella”.
Sirva la cita para dar comienzo al propósito que me he marcado para esta noche: compartir con ustedes una ruta por Santa Cruz y su pasado a través del fútbol. De aquella vieja práctica que, como tantas otras, nos vino importada de Reino Unido y penetró en la ciudad y la Isla por el Puerto de esta capital.
Sucedió alrededor de 1905, según señala Secundino González –más conocido como Tinerfe– en su inmenso trabajo de investigación sobre la historia del fútbol tinerfeño, impreso en más de 260 entregas sobre las páginas del rotativo “Jornada Deportiva”. Desgraciadamente, su obra nunca llegó a adquirir forma de libro, que era el sueño del viejo periodista, con quien tanto aprendí sobre nuestro pasado futbolístico.
Al referirse a aquellos primeros episodios balompédicos, escribía Tinerfe:
“Por esas fechas, un grupo de jóvenes de la colonia inglesa, muy importante entonces en la Isla –no se olvide que el 70 por ciento del comercio, tanto de exportación como de importación, se realizaba con las Islas Británicas– comenzó a darle puntapiés a un balón redondo, en juego que, incluso aquí, se llamaba entonces “football”. A ese grupo se unirían tinerfeños, hijos de agricultores y comerciantes acaudalados, a quienes sus padres enviaban a Inglaterra, bien a cursar estudios o a imponerse en las actividades comerciales que, entre unas y otras islas, dejamos dicho que eran muy intensas”.
Los entrenamientos y partidos de aquellos pioneros tuvieron lugar en un campo de tierra, conocido como “El Monturrio”, que se localizaba donde hoy confluyen la avenida 25 de Julio y la calle Robayna. Llevados por el entusiasmo propio de quienes se sentían precursores de una actividad hasta entonces desconocida, aquellos jóvenes llegaron a cargar a hombros las porterías y transportarlas a La Laguna, en la jardinera del Tranvía, para enfrentarse a los equipos del municipio vecino, en la plaza del Cristo.
El primer cuadro constituido en Santa Cruz se denominó Club Inglés, tuvo su sede en un local de la plaza de la Candelaria e integró, mayormente, a ciudadanos de origen británico: Mr. Caulfield, Mr. Spragg, Mr. Wilson, Mr. Davis…
Sin embargo, lejos de entenderse como una práctica cerrada, el fútbol se mestizó de inmediato, con la participación de muchos jóvenes de la localidad, propiciando la creación de un segundo conjunto: el Añaza. Es más, de la fusión de uno y otro surgió el Nivaria, que años después, en 1912, dio lugar al Tenerife Sporting Club.
El nacimiento de esta nueva entidad gozó de un respaldo social más que notable, hasta el punto de que la familia de Edmundo Caulfield, portero y vicepresidente del Sporting Club, adquirió un solar junto al barranco de Santos, entre el Hospital de Niños y el Asilo Victoria, para su acondicionamiento como campo de juego.
Abierto apenas un año después, el “Diario de Tenerife” comentaba la noticia del siguiente modo:
“Pueden darse por satisfechos los jóvenes componentes de esta sociedad, pues han vencido los obstáculos que se oponían y ya pueden contar con un amplio y hermoso campo donde verificar sus desafíos con los demás equipos de otras localidades que acedan a batirse con ellos. Podrán lucir las habilidades y conocimientos que del higiénico y curioso sport footballesco posean”.
En aquel campo acontecieron los primeros cruces con equipos de otras islas, como el disputado con el Club Victoria, del Puerto de la Luz, en el primer Campeonato de Canarias de la historia, disputado en plenas Fiestas de Mayo. El triunfo sonrió a los visitantes, recibidos como héroes en Las Palmas, donde exhibieron réplicas de la Copa de Plata puesta en disputa, que había sido donada por el Ayuntamiento santacrucero.
La expectación ante la celebración del espectáculo obligó a instalar centenares de sillas alrededor del campo, además de importar de Inglaterra las redes de las porterías y los balones.
Un par de datos para los más curiosos: el precio de cada pelota era de 22 pesetas, mientras que las entradas se vendieron a media peseta, con un extra de 30 céntimos por asiento.
El fútbol crecía en popularidad y empezaba a generar cierta economía.
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Otro de los conjuntos adelantados de la época fue el Isleño Sporting Club, con base en el populoso barrio de El Cabo y campo de juego en las Cuatro Torres. Constituido en 1913, pasó diversas vicisitudes hasta su conversión definitiva en Sociedad de Fomento del Cabo, bajo el lema “Instrucción, deporte y recreo”.
Arrancaba así una iniciativa que ayudó a cohesionar al barrio, en plena primavera de 1915, y que todavía perdura, con la denominación adquirida con el tiempo de Real Unión de Tenerife, siendo hoy el club más antiguo de la ciudad. Obviamente, su sede ya no está en la plaza de San Telmo, desaparecida muchas décadas atrás, como todo el barrio, estableciéndose actualmente en La Salud.
Que se sepa además que aquel Fomento –aquel Unión– fue la cuna de grandes estrellas del fútbol canario y nacional. Sí, han escuchado bien: nacional. Porque hasta tres futbolistas del equipo de El Cabo llegaron a vestir la camiseta roja de la Selección española: Gabriel Jorge, Agustín Sánchez y Yeyo Santos.
Tres jugadores de barrio y de calle, porque prácticamente en todos los rincones de Santa Cruz surgían equipos a comienzos del siglo XX: el Teide, el Monteverde, el Nakens, el Fortuna, el Serrano, el Ferrer, el Gimnástico, el Toscal, el Numancia, el Laurel, el Duggi, el Verdún, el Exploradores… La serie podría resultar interminable.
Las sesiones futbolísticas se repetían hasta la caída del sol. A los desafíos locales se sumaban encuentros con tripulaciones de embarcaciones británicas. Incluso hubo una primera gira del Tenerife Sporting a la península, con motivo de la Feria de Sevilla, al tiempo que se negociaron las de equipos foráneos por nuestras islas, como el Betis Balompié o el campeón de Madeira.
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Sin embargo, aquel auge fue menguando con el paso de los años. Cansado de ver los mismos enfrentamientos, el aficionado empezó a padecer también las secuelas de la desorganización de las competiciones, los brotes de violencia en muchos de los partidos y hasta los efectos económicos de la primera Guerra Mundial.
Todo ello hasta producirse, en el verano de 1922, un hecho que cambiaría el rumbo del fútbol local.
Sucedió el 8 de agosto. A medida que caía la noche sobre la capital, la sede del Centro de Dependientes acogía a los concurrentes a una reunión singular. El inicio estaba fijado a las 9:30, pero el fuerte tiempo de Levante que azotaba en esas fechas a toda la provincia canaria, con un calor fuera de lo normal, invitaba a apurar la charla en el exterior del inmueble, localizado en la calle San José.
os rostros de todos los asistentes irradiaban la ilusión propia de quienes se sabían participantes en un hecho memorable. El trabajo realizado en las semanas previas por los promotores de esta cita, entusiastas deportistas y amantes del fútbol local, propiciaba un ambiente distendido, de serena felicidad.
Atrás quedaban los quebraderos de cabeza propios de quienes tienen que regir una entidad proa al marisco, como era el Tenerife Sporting Club. La deuda acumulada con la propiedad del campo de fútbol, representada por Edmundo Caulfield, fue el detonante de una crisis que venía de lejos. Poco quedaba ya de la euforia generada a partir de su creación, en 1912.
Con ser importante la merma financiera, la decadencia tornó en institucional, sin que los rectores del club fueran capaces de solucionar la crisis. A la vista de la situación, el secretario de la junta directiva, Juan Labory, decidió llevarse los trofeos a su casa y ocultarlos bajo la cama, “para evitar que fueran embargados, peligro que se corría por ser la mayoría de ellos de plata de ley”, según se ha escrito. Así, “los galardones conquistados en buena lid” escaparon de “las garras de los acreedores”.
Pero si hubiera que concretar un hecho definitorio de la claudicación del Sporting, ese fue la devolución de las llaves del campo de fútbol a la familia Caulfield, a mediados del mes de julio. Un hecho que, sin embargo, tuvo un efecto inmediato, en favor de la pervivencia de la causa blanquiazul: Julio Fernández del Castillo, uno de los futbolistas de referencia en las filas del fenecido Sporting, apeló al tinerfeñismo para reactivar a algunos de los más conspicuos seguidores de este deporte en la capital.
El sábado 5 de agosto, tres días antes de la sesión constituyente, los seguidores de aquella iniciativa habían celebrado un encuentro preparatorio, donde cambiaron impresiones sobre el proyecto de constituir una nueva sociedad de deportes en Santa Cruz. “Los iniciadores dieron cuenta del resultado de las gestiones que han realizado con los señores Caulfield, dueños del campo de foot-ball, habiéndose llegado a un acuerdo para el arrendo del mismo”, informaba el diario “La Prensa” en su edición dominical.
Tras esbozar los fines que habría de perseguir la nueva sociedad, los asistentes acordaron por unanimidad nombrar una comisión para afrontar los trabajos preparatorios y la redacción del nuevo reglamento.
Con el fin de revestir la cita del martes 8 con el mayor lustre posible, los convocantes invitaron abiertamente “a todas las personas que tienen conocimiento del proyecto”, además de quienes habían asistido a la sesión preparatoria.
Entre los impulsores más fervorosos de la empresa figuraba Mario García Cames, el cónsul uruguayo en la isla, que esa noche fue proclamado presidente del nuevo club. Tenía entonces 39 años y había sido uno de los nueve rectores del Sporting Club en su década de vida. Su designación fue acogida con general entusiasmo, “pues de su provechosa iniciativa esperamos todos el renacimiento de los deportes en Tenerife”, señalaban las crónicas de aquel emotivo acto.
Además, la junta adoptó varios acuerdos relacionados con la reapertura del viejo campo, que se hizo efectiva la tarde del 17 de agosto, en presencia de un buen número de aficionados. En fechas sucesivas se procedería al arreglo de la cancha, que se vio ensanchada, y de los muros circundantes, con objeto de “evitar la entrada en el campo de personas ajenas a la sociedad”. La construcción de un cuarto de duchas, junto a la caseta, y una cancha de tenis completaban la planificación prevista.
Otros acuerdos de la primera junta tuvieron que ver con la inscripción de socios, bien de número o protectores. Carente aún de sede social, a los interesados se les facilitaron formularios informativos en cinco establecimientos de la ciudad: la librería La Prensa, el comercio de don Alberto Camacho, el bar del Casino, el café de don Andrés Jiménez y el bazar de los señores Caulfield. Un sexto punto quedó dispuesto en el mismísimo domicilio particular del presidente García Cames, en el número 15 de la calle Emilio Calzadilla.
La condición de socio fundador fue reservada para aquellas personas que solicitaran su admisión dentro del plazo de un mes, a contar desde el 15 de agosto, quedando exentas del pago de la cuota. Tan solo deberían abonar una mensualidad de tres pesetas, idéntica a la fijada para los asociados de número.
Aunque había motivos más que suficientes para la ilusión, los medios no escatimaban espacio para el llamamiento popular: “Dado el carácter de esta nueva sociedad, los nobles fines que ella persigue y los valiosos y entusiastas elementos que forman su directiva, no dudamos que nuestro pueblo apoye sus iniciativas, prestando cada uno su concurso para ver pronto realizados tan laudables proyectos”, se manifestaba en “La Prensa”.
Desde entonces hasta octubre tocó configurar la plantilla del primer equipo y sus filiales, que llegaron a ser cuatro, además del infantil. Entre los titulares abundarían efectivos del desaparecido Sporting Club, que dieron consistencia a un cuadro netamente ganador a la postre. Algunos de ellos habían logrado los trofeos que el secretario Juan Labory guardó bajo su cama para esquivar un hipotético embargo. Fueron las primeras copas de un conjunto que todavía tenía pendiente debutar en los campos de juego.
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El nacimiento del Club Deportivo Tenerife marcó el resurgimiento del fútbol en la capital santacrucera, y por extensión en toda la isla. A medida que el once blanquiazul disputaba sus partidos a la vera del barranco de Santos, crecía el número de seguidores del “team” isleño. Bastaba la organización de un entrenamiento con el segundo equipo de la entidad, para que miles de aficionados acudieran a la cita.
Con el paso de los meses, el conjunto preparado por Augusto Hardisson tomaba fuste y acumulaba triunfos. Uno tras otro. Ningún rival era capaz de doblegarle y todos sus integrantes adquirían la condición de ídolo entre sus seguidores: el guardameta Emilio Baudet, los defensas Manolo Cabrera y Pedro Rodríguez Bello, los medios Agustín Espinosa, Francisquillo Martín y Joaquín Cárdenes y los delanteros Julio Fernández del Castillo, Sebastián Romero, Raúl Molowny, Graciliano Luis y Antonio Pérez. El equipo artista, como se le llegó a denominar.
Sin embargo, aquel auge empezó a ocasionar consecuencias imprevistas en el marco de una ciudad con un perfil social más bien reposado. Por ejemplo, la chiquillería se apuntó a la moda y la práctica del fútbol se generalizó en cualquier esquina, con las molestias que generaba en buena parte del vecindario, sobre todo cuando la pelota impactaba en los viandantes o, peor aún, en la ventana de más de un domicilio, haciendo añicos la cristalera.
Tal fue la fiebre futbolística entre los más jóvenes, de sol a sol, que muchos acabaron por ausentarse de las aulas y el Ayuntamiento decidió tomar medidas. Había que poner coto a esta situación, por el absentismo escolar que estaba provocando, y los guardias municipales batieron la ciudad en busca de los muchachos más dados a cambiar el balón por los libros.
Pero no fue la única consecuencia. La creación de equipos se multiplicaba en El Cabo, El Toscal y Salamanca, los tres grandes núcleos vecinales de la capital, pero escaseaban los espacios para entrenar. Si bien se proyectaron nuevos campos entre la Rambla y Méndez Núñez o en las inmediaciones de la ermita de Regla, se requerían más solares para dar cabida a tanto practicante. Y cada cual se las componía como mejor podía, apareciendo un pequeño campito, de la noche a la mañana, en cualquier sector de Santa Cruz.
Así que, otra vez, el Consistorio se vio en la necesidad de intervenir, aunque las consecuencias políticas no tardaron en aparecer: “El alcalde, futbófobo”. Con este titular del diario “El Progreso” se desayunó el 26 de octubre de 1923 el regidor local, Santiago García Sanabria, debido a su empeño por regular las condiciones en las que debían hallarse los espacios de juego para obtener la autorización municipal.
“Al alcalde no le gustan los chutes [por ‘shoot’, disparo], ni los corners, ni los golpes de cabeza. No solo no le gustan, sino que es terrible enemigo de ello”, se afirmaba en la portada del periódico republicano. “Su inquina al varonil y universal deporte nació, seguramente, cuando un chico que en la calle pateaba una pelota de trapo, le dio con ésta un golpe. Y decidido a terminar con el fútbol callejero, ha dispuesto la suspensión de su práctica en los terrenos particulares en que se entrenan los equipos de los clubs locales”, aseveraba el rotativo.
Para qué fue aquello. Cuarenta y ocho horas después, otros periódicos como “La Prensa” o “La Gaceta de Tenerife” publicaban la réplica, bajo el título “Nota oficiosa”, donde García Sanabria explicaba los pormenores de la regulación, por la higiene de los recintos y la integridad de transeúntes y vecinos. También dejaba claro que “no siente la Alcaldía el deseo de poner trabas al desarrollo de tan útil y sano deporte, por el que siente la mayor simpatía, y cuya propaganda estima beneficiosa”.
Por si acaso.
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El rebrote de la fiebre del fútbol guio a los primeros rectores del CD Tenerife en el proyecto de construir una instalación deportiva más acorde con la demanda, coincidente con una tendencia que se venía dando en muchas otras capitales españolas: la remodelación de los espacios urbanos, el trazado de avenidas –en nuestro caso, la proyección de la Rambla– y la construcción de edificios representativos, entre los que figuraban nuevos estadios de fútbol.
En nuestro caso, el fin no sólo era disponer de más aforo; también se perseguía incrementar la confortabilidad de la instalación y multiplicar las posibilidades de celebrar otras actividades.
García Cames tenía como vicepresidente a un ingeniero y constructor, Juan Muñoz Pruneda, que recibió el encargo de la redacción del proyecto del nuevo Stadium, para su ejecución “en un lugar céntrico y bien orientado”. Ese emplazamiento terminó siendo una finca colindante con el camino de San Sebastián, propiedad de la familia Cañadas, en la zona de expansión del municipio, hacia la costa Sur. 24.000 metros cuadrados de terrenos, adquiridos a 25 pesetas el metro, cuya adquisición, igual que la construcción del nuevo estadio, fue financiada con la emisión de 3.000 obligaciones administrativas, a 100 pesetas cada una, suscritas por empresarios y aficionados en general.
Las aportaciones más sobresalientes correspondieron a firmas como Fyffes, Hamilton, Elder Dempster o la Compañía de Vapores, además de la familia Rodríguez López, Sixto Machado o Francisco Pérez, propietario de la popular firma de helados “La Valenciana”.
Con Muñoz Pruneda al frente del club, después de que el cónsul García Cames fuera destinado a Pernambuco, el Stadium abrió sus puertas en una fecha especialmente señalada en esta ciudad: el día de la Gesta. Un 25 de julio de 1925 que vio enfrentarse al CD Tenerife con el Marino Fútbol Club de Las Palmas. Más de 7.000 espectadores fueron testigos de una celebración clave para que la entidad blanquiazul ganara enteros como representativo insular.
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Un representativo que ostenta en todos sus elementos identificativos los colores azul y blanco de la bandera de la Isla, pero que se vincula íntimamente con Santa Cruz en el corazón de su escudo.
En este sentido, merece la pena advertir que el próximo 13 de mayo se cumplirán 95 años del estreno del emblema que distingue al CD Tenerife. Un escudo absolutamente original en las formas de su contorno, que reproduce el de su capital sobre la bandera aspada de la Isla.
¿Cuál fue entonces el escudo que ostentó esta entidad entre 1922 y 1928? La respuesta la hallamos en algunos de los documentos de la época todavía conservados, como la memoria editada al término de su primera temporada de vida. Una publicación con más de un centenar de páginas, profusamente ilustrada e impresa en la litografía Ángel Romero, que reproducía en su portada el escudo original de la flamante sociedad.
¿Y cómo era? Prácticamente idéntico al actual, tanto en su configuración como en el uso de la bandera blanquiazul. La diferencia estribaba en el elemento gráfico impreso en el centro: la Cruz Verde de la capital tinerfeña.
Con el paso de los años, llegada la temporada 1927-1928, la directiva presidida por Pelayo López Martín-Romero decide modificar el escudo, incorporando de manera íntegra el de esta ciudad, donde se ha fundado, tiene su sede y disputa sus partidos como local. Con ese fin, se dirige mediante instancia al Ayuntamiento, que preside García Sanabria, en solicitud de la autorización correspondiente.
La respuesta se produce el 9 de abril, en la reunión celebrada por la Comisión Permanente municipal, que adopta el siguiente acuerdo: “Autorizar al Club Deportivo Tenerife para que como emblema social use el escudo de la ciudad”
El estreno se produjo al mes siguiente, el citado 13 de mayo, haciéndolo coincidir con las Fiestas fundacionales. En los prolegómenos de un amistoso protagonizado por antiguos jugadores, se presenta la bandera con el emblema rediseñado, en una ceremonia que contó con la presencia de las madrinas de ambos conjuntos y donde se procedió a una simbólica suelta de palomas.
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Señoras y señores, hablaba al principio de esta intervención sobre el propósito de referirme a distintos pasajes de la historia del fútbol, sobre todo de sus orígenes, hilvanados con Santa Cruz y su pasado. Con un municipio que es suma de pueblos y barrios, cada uno con su personalidad propia. Con todas esas características y singularidades que los distinguen, al tiempo que los amalgama en una misma filiación chicharrera.
Barrios a los que el fútbol también ha brindado un papel vertebrador, fortaleciendo las relaciones de vecindad y el orgullo de pertenencia. Como ya indicamos, fue el caso de El Cabo, igual que de Salamanca y El Toscal, puntos cardinales de aquel Santa Cruz de comienzos del siglo XX.
Barrios en los que durante mucho tiempo se jugó a la pelota en la calle, siempre y cuando no irrumpiera un vehículo que obligara a detener la actividad momentáneamente. O, peor aún, algún municipal como aquellos que enviaba García Sanabria, en los años veinte.
La práctica perduró durante mucho tiempo. Puedo dar fe de ello, en mis correrías por El Toscal –el barrio que me vio nacer–, con partidillos en la plazoleta de La Muralla, igual que en espacios más confortables como la plaza del Príncipe. Torpe de mí, en el juego y en la escapada ante la presencia de la “guindilla”, en una ocasión fui llevado a casa por un municipal, que le entregó a mi padre una multa de color amarillo. Su reprimenda resulta inolvidable, pero como también un añadido en modo reivindicativo: “Dígale al alcalde, por favor, que esto no pasaría si los niños de Santa Cruz tuvieran donde hacer deporte”.
De hecho, durante mucho tiempo, practicar el fútbol te obligaba a realizar, de modo simultáneo, una segunda actividad: construir o mantener un campito de tierra, surgido de una parcela de cultivo abandonada, cuyo contorno requería ser delimitado con una hilera de pedruscos.
Me vienen a la memoria los existentes donde hoy se halla el Estacionamiento del Greco, igual que los conocidos como del “Imperial”, en la parcela que ocupa ahora el complejo escolar de El Chapatal.
Espacios y tareas que acompañaron nuestro crecimiento al aire libre. Maneras de relacionarnos, de jugar, disfrutar y conocernos tocando Santa Cruz. Sobre la epidermis del barrio, de la ciudad. Construyendo, sin saberlo todavía, un amor imperecedero. Perpetuo.
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Pueblos y barrios cuyos nombres alcanzaron proyección exterior gracias al fútbol. Instantes de gloria, más o menos efímera, que sin embargo perdura en la memoria de sus vecinos mayores, los que tuvimos la fortuna de disfrutarla. La gloria de asistir al ascenso a categoría nacional de un equipo modesto como el Toscal CF, algo que hasta entonces solo había logrado el CD Tenerife, con la guinda del Campeonato de España de aficionados, otro hecho inédito en la historia de nuestro fútbol.
Sucedió hace 46 años y aún hoy lo recordamos como uno de los momentos más felices de nuestra juventud. Uno de esos instantes imborrables en la memoria, con todos los detalles y sensaciones que marcaron la vida cotidiana en uno de los enclaves más populares de la ciudad.
Porque aquel título supuso todo un baño de orgullo para las gentes del Oriente chicharrero, que necesitaba reivindicarse dentro de una capital olvidadiza con sus barrios más antiguos. Con el pasado que nos dio lustre y personalidad. Con el sacrificio y la obra de nuestros mayores, a quienes rendimos testimonio de gratitud por su legado.
Es el caso de mi abuelo Juan, un andaluz llegado a las islas por los años 30, que desde el primer día se mimetizó con la gente de este territorio insular, convirtiéndose en un canario más. Fue él quien me regaló el primer carné de aquel modesto club, poniendo la simiente de la pasión y sellando una filiación indestructible.
Sin necesidad de renunciar a la condición de blanquiazul –de birria–, admirador de futbolistas del momento, como Molina, Pepito, Jorge o Medina, en este otro equipo, blanquinegro y de león rojizo sobre el pecho, completamos la serie de ídolos con los Ananías, el otro Pepito, Mendoza, Arteaga, Manolo…
Protagonistas todos de la noche mágica del 2 de julio de 1977, la del triunfo sobre el Almansa. Nunca se vivió en el Estadio algo igual, en un partido de aficionados, con más de 10.000 espectadores, cuando menos de un millar de socios sostenía al club toscalero, y una recaudación de un millón y medio de pesetas.
Los gritos de “Toscal, Toscal, Toscal…” resonaron hasta la medianoche, sobre todo en el tránsito hacia el barrio, con personajes populares como el “Cambrai” al frente de la comitiva, mientras los más viejos evocaban la génesis futbolística del barrio, cuando exclamaban “Corazón, Iberia”, en torno al célebre conjunto surgido en la década de los 20, sobre las cenizas del Luz y Vida.
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La misma épica vivida al año siguiente en el pueblo de San Andrés, alrededor del desaparecido campo de Las Teresitas, cuando su equipo representativo dio el mismo salto a categoría nacional. Se hacía justicia con la escuela futbolística que siempre fue la localidad costera, cuyo exponente último, en ese equipo campeón, era Víctor Matute, antecedido por otros jugadores de notables dimensiones, como los guardametas Ñito y Domingo Rivero, además de Pilín, Vivillo, el Bola…
Podríamos seguir refiriéndonos a barrios con situaciones dichosas mentando La Salud, cuyo titular también alcanzó la categoría nacional, en 1989, además de aglutinar a muchos pequeños equipos de base. O La Victoria, con aquel cuadro juvenil de Julio Plasencia que en 1968 le plantó cara al Real Madrid, en el Santiago Bernabéu. Sin olvidarnos de otro equipo de cantera que pasó a la historia, como fue el Laurel de Angelito, dos veces subcampeón de España infantil, a comienzos de los 70.
Son, en todos los casos, experiencias que reforzaron el orgullo propio del vecindario. Se festejaron como si cada una fuera la final victoriosa de un Mundial, por más que su ámbito no traspasara los límites del barrio o la ciudad.
Sabemos que el fútbol solo es “lo más importante entre las cosas menos importantes de la vida”. Sí. Pero, bien llevado, es capaz de favorecer los sentimientos de identidad con la colectividad. Con tu equipo, tu club y, por ende, tu barrio y tu ciudad. Desde la infancia, guiado por tus mayores, hasta trascender en cada etapa de tu vida.
Señoras y señores: Deseo que este Pregón haya servido para reconocernos en la Ciudad que queremos, ahora que vamos a festejar el hecho de su fundación.
Hallando momentos, lugares y personas que nos identifican con Santa Cruz. Episodios cotidianos, de cada uno de nosotros, que son piezas con las que se construye la historia de la Ciudad vivida y habitable. Sentida.
Ese Santa Cruz en el que nos reconocemos. El que hace casi imposible un recorrido cualquiera sin posibilidad de un saludo, una parada, una conversación, un apretón de manos, un beso, un abrazo… En sus calles y avenidas, en sus plazas y en sus parques. Bajo el cielo, al aire libre.
La ciudad amable. Amada. Querida. Disfrutada. Alegre. Bulliciosa. Tranquila. Bullanguera. Apacible. Marítima. De brisa o ventolera, como quiera el alisio que se alonga sobre Anaga.
De corazón: Eterna Santa Cruz.
* Juan GALARZA HERNÁNDEZ
Periodista.
Adjunto a la Presidencia del C.D. Tenerife
ExPresidente de la Asociación de Periodistas de Tenerife (APT)
Miembro de la Asociación Española de la Prensa Deportiva (AEPD)
Insignia de Oro de la Asociación de la Prensa Deportiva de Tenerife (APDT)
Ex – Redactor Jefe de los de los periódicos Jornada Deportiva y El Día
Santa Cruz de Tenerife, 21 de abril de 2023
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