La fidelidad a la propia conciencia

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Remigio Beneyto Berenguer *

 

 

El Rector de la Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, en un discurso en la sede de Paraná afirmaba: “El amor de cada uno a su propio lugar es fidelidad a Dios porque Él nos regaló esta tierra y este pueblo como un don. Desde este lugar nos abrimos a los demás. No se es auténticamente universal sino desde el amor a la tierra, al lugar, a la gente y a la cultura donde uno está inserto.

 

Porque no hay auténtico diálogo con los diferentes, si uno no tiene una clara identidad personal, si no posee algo verdaderamente propio, si su conciencia es sólo una mezcla de ideas y experiencias que acoge indiscriminadamente. ¿Alguien sin identidad puede ofrecer algo verdaderamente ‘personal’?… Además, nada puede ofrecerle al país y al mundo alguien que no conoce ni valora a fondo el lugar que lo ha alimentado, alguien que no se dejó enriquecer por el espacio donde vivió la mayor parte de sus vidas”.

 

El político católico ha de ser fiel a su Rey, pero por encima siempre su conciencia, asumiendo las posibles consecuencias. La política no puede estar separada de la moral, de los principios.

 

En sus catorce meses de prisión (desde el 17 de abril de 1534 hasta el 6 de junio de 1534, Tomás Moro escribió muchos testimonios sobre la fidelidad del hombre a su conciencia, a la verdad y a sus principios. En “La Agonía de Cristo”, Tomás Moro reflexiona el hecho de que los Apóstoles, en el huerto de los olivos, duermen mientras el traidor conspira, y Cristo les llama tres veces seguidas y ellos se vuelven a dormir, tal vez por cansancio, tal vez por pereza, tal vez por dolor, pueden existir miles de explicaciones, lo cierto es que se duermen mientras Cristo los necesita. ¡Velad y orad! les repite y ellos se vuelven a dormir.

 

Estado de somnolencia. ¿No es este contraste entre el traidor y los apóstoles como un espejo, y no menos claro que triste y terrible, de lo que ocurre tantas veces a través de los siglos, desde aquellos tiempos hasta nuestros días? La somnolencia. Con razón dice Cristo que los hijos de las tinieblas son mucho más astutos que los hijos de la luz. Y nosotros, ¿estamos despiertos mientras otros maquinan?, ¿estamos despiertos en nuestras universidades fomentando una cultura de la vida que humaniza, mientras otras universidades pueden estar produciendo tesis deshumanizantes?, ¿estamos despiertos mientras nuestras leyes atentan contra la vida y la dignidad humana?, ¿estamos despiertos mientras crean nuevos términos y manipulan conceptos y el lenguaje? Legisladores, religiosos, hombres de gobierno, padres de familia, familias enteras, ¿estamos acaso despiertos?

 

Benedicto XVI en su encuentro con los representantes de la sociedad británica, dirigió un discurso en Westminster Hall el viernes 17 de septiembre de 2010. Allí decía: “quisiera recordar la figura de Santo Tomás Moro, el gran erudito inglés y hombre de Estado, quien es admirado por creyentes y no creyentes por la integridad con la que fue fiel a su conciencia, incluso a costa de contrariar al soberano de quien era ‘un buen servidor’, pues eligió servir primero a Dios”.

 

Y así es como se hace realidad la frase: “Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”. Esta frase no significa la ausencia de Dios en las cuestiones temporales y su destierro a lo íntimo y puramente espiritual. Al contrario, Benedicto XVI, en su memorable discurso en Westminster Hall, afirma: “Cada generación, al tratar de progresar en el bien común, debe replantearse: ‘¿Qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los ciudadanos de materia razonable? Y ¿qué alcance pueden tener?, ¿en nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales?

 

Estas cuestiones nos conducen directamente a la fundamentación ética de la vida social. Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces el proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia’”.

 

Parece evidente que, en las cuestiones fundamentales del derecho, en las que está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta.

 

Y ese desafío para la democracia consiste en saber distinguir el bien y el mal, en reconocer lo justo. El mismo Benedicto XVI ante el Bundestag, recuerda la petición del joven Rey Salomón: “Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a su pueblo y distinguir entre el bien y el mal”. Ésta parece seguir siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra el político y la política misma: ¿Cómo poder reconocer lo que es justo? ¿Cómo poder distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente?

 

Éste es el deber fundamental del político, y para ello se requiere mucha lucidez, mucho amor a la verdad, mucha capacidad de servicio. Se requiere un corazón dócil. Benedicto XVI sigue diciendo que contrariamente a otras grandes religiones, “el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. Se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho”.

 

Ya Juan Pablo II en 2003 había alertado de la necesidad de distinguir rigurosamente entre el bien y el mal y llamarlos por su nombre, y para ello es urgente redescubrir el valor primordial de la ley natural. Afirma con rotundidad: “Aun cuando algunos cuestionan su validez, estoy convencido de que sus principios generales y universales son siempre capaces de hacer percibir mejor la unidad del género humano y de favorecer el perfeccionamiento de la conciencia tanto de los gobernantes como de los gobernados”.

 

Benedicto XVI en Westminster Hall se queja de que “la idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término”, y constata que en Europa, en muchos ambientes “se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas las demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y radicales”.

 

Dalmacio Negro en su introducción a su libro “Lo que Europa debe al Cristianismo” escribe en octubre de 2004 que “Europa no está menos desorientada que el resto del mundo, lo está mucho más”, y sigue escribiendo: “¿Pero se puede innovar históricamente a partir de la nada? ¿No tendría Europa que reflexionar sobre lo que está vivo y lo que está muerto de su cultura, sobre lo que ha agotado sus posibilidades históricas y lo que conserva de su potencialidad creadora?

 

En palabras de Benedicto XVI debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. ‘Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta.

 

Esos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa’”.

 

Los políticos católicos han de ser fieles a su conciencia, fieles a su origen y dóciles de corazón como Salomón para pedir la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y a la paz.

James C. Hunter en “La Paradoja” (capítulo seis: la elección) comienza con la siguiente cita de John Ruskin: “Lo que creamos o lo que pensemos, al final no tiene mayor importancia. Lo único que realmente importa es lo que hacemos”.

 

Hunter entiende que nuestro comportamiento también tiene una influencia sobre nuestras ideas y nuestros sentimientos, que nos apegamos a todo aquello a lo que prestamos atención, a lo que dedicamos tiempo, a lo que servimos. Es algo así como el dicho: “Si no vives como piensas, acabarás pensando como vives”.

 

(Dedicado a todos los que están haciendo posible la investidura de Pedro Sánchez)

 

 

 

*  Remigio BENEYTO BERENGUER

Profesor Catedrático de la Universidad CEU Cardenal Herrera.

Departamento de Ciencias Jurídicas

Catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad CEU de Valencia.

Académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

 

Islas Canarias, 11 de noviembre de 2023

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