La protección de los menores (II)

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Remigio Beneyto Berenguer *

 

 

Los padres hacen un esfuerzo por dar a sus hijos todo lo mejor, y, para ellos, lo mejor es lo que ellos no tuvieron, o lo que tienen los vecinos, o las familias más pudientes económicamente, aunque no entiendan el por qué ni el para qué. Los padres, a veces, desconocen lo que sus hijos necesitan en cada época de su crecimiento y madurez.

 

Y muchas veces no dan a sus hijos lo que sus padres sí les dieron a ellos, y que quizá era lo más importante y fundamental. Por supuesto que no estoy hablando de situaciones dramáticas personales o familiares, no me refiero a los problemas que todos tenemos.

 

Los padres, con la mejor intención, a veces contentan a sus hijos con objetos o con caprichos, sin caer en la cuenta de que sus hijos son pequeños pero listos y lo observan todo. Perciben que, en el fondo, a sus padres, les remuerde la conciencia, porque no están con ellos lo suficiente o incluso porque no actúan como debieran.

 

Los niños comprenden que sus padres no estén con ellos cuando están trabajando, pero se sienten tristes cuando observan que sus padres no les muestran suficientemente que son lo más importante para ellos. El tiempo libre de sus padres no va dedicado a ellos, sino, sobre todo, a sus amigos, a sus deportes preferidos, a sus preferencias musicales, o incluso a su trabajo.

 

Los hijos captan en los ojos de sus padres, y en sus acciones, que ellos no constituyen su factor de realización personal. En cambio, los nietos ven en los ojos de sus abuelos puro afecto, leen en su rostro la expresión, la manifestación de unos sentimientos gratuitos, desinteresados, de amor hacia ellos. Es ese apego, ese afecto que precisa el niño para ir formando su personalidad.

 

Los hijos aprecian más el beso desinteresado del abuelo que el constante mercadeo consumista de los padres (el juguete, la última película, el último video juego, el viaje más inesperado y cuánto más lejos mejor: a la nieve, a EuroDisney, o a la final de la Eurocopa…).

 

Y, como resultado dramático, un niño de 10 años ya no espera nada, ya no desea nada, ya no vibra ni se emociona ante nada, porque lo tiene todo cuando le da la gana o le apetece. Mientras tanto, sí se emociona escuchando el viaje de novios que hicieron sus abuelos al pueblo vecino, o jugará hasta agotarse con los juguetes de sus abuelos, o viendo las fotos antiguas, o leyendo los cuentos que les leían todas las noches sus abuelos a sus padres.

 

Y como situación alarmante que no debiera permitirse nunca es cuando, ante una situación de crisis matrimonial no amistosa, se utiliza a los hijos menores como moneda de cambio o arma arrojadiza entre ambos progenitores, sin pararse a pensar en las consecuencias que ello puede tener para su desarrollo personal, psicológico y afectivo. Los niños no están preparados para una guerra sin cuartel, o para soportar la presión de colocarles en contra de su padre o de su madre, jugando con sus propios sentimientos.

 

De todos modos, he de decir que observo últimamente una vuelta a lo esencial, a lo más bello y auténtico de las relaciones paternofiliales, que suele ser, casi siempre, gratuito. Y esto me da una cierta esperanza.

 

 

 

*  Remigio BENEYTO BERENGUER

Profesor Catedrático de la Universidad CEU Cardenal Herrera.

Departamento de Ciencias Jurídicas

Catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad CEU de Valencia.

Académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

 

Islas Canarias, 13 de octubre de 2023

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